Jorge Ávalos: «El feminismo y el arte de lo humano» (editorial)

El testimonio de una lección de humanidad esencial que un hombre de teatro aprendió del feminismo.

Jorge Ávalos
La Zebra | # 39 | Marzo 1, 2019

Suelo ser parco para las dedicatorias, pero esta nota de opinión merece muchas. Como la lista es larga, me limito a nombrar a las mujeres que me inspiran en El Salvador. Primero a las mujeres de mi familia: mi madre, Teresita, y mis hermanas, María Eugenia, Carolina y Verónica. Y a las actrices con quien he trabajado en proyectos grandes y pequeños en el teatro: Naara Salomón, Ana Ruth Aragón, Patricia Rodríguez, Alejandra Nolasco, Karen Castillo, Valeria Guzmán, Lilibeth Rivas, Larissa Maltez y Emy Stephany.

Yo soy feminista, siempre lo he dicho. Desde mi adolescencia, en San Francisco y Nueva York viví entre feministas y trabajé con ellas. Participé en marchas y libré batallas por ellas, las feministas, my sisters, quienes fueron también mis hermanas de lucha para lograr la paz en El Salvador. En el Edificio de la Mujer, en el Valencia Rose y en muchos otros centros culturales de San Francisco ellas nos abrieron sus espacios y sus corazones.

Conservo amigos y amigas que compartieron estas experiencias conmigo y saben de qué hablo. De vez en cuando menciono a alguna famosa feminista, pensadora o poeta, a quien conocí en ese entonces, y la reacción suele ser de sorpresa, pero el activismo al cual nos dedicábamos mis colegas y yo necesitaba de la solidaridad de estas mujeres, que nos la daban de manera incondicional. En el proceso, nosotros, los exiliados ingenuos, aprendimos de ellas.

Una de las tantas cosas que aprendí de boca de muchas feministas fue esto: «Lo opuesto del patriarcado no es el matriarcado sino la hermandad». Es esta idea, precisamente, la que conecta al feminismo con el marxismo (inserte aquí académicos salvadoreños rascándose la cabeza y tratando de reconciliar esta noción con algún historicismo o economicismo al que se aferran con temor a equivocarse). El feminismo es tan importante para mí que influye todo mi quehacer artístico. Todas mis obras teatrales son feministas. Pero esta manera mía de estar tan cómodo en el feminismo no la adquirí en El Salvador sino en San Francisco y en Nueva York, quizás las dos ciudades más progresistas del mundo. Es otra realidad, muy alejada de la nuestra. Si hubiera crecido en El Salvador, no estoy seguro que esta transformación personal habría ocurrido.

El feminismo en Centroamérica parece que está viviendo un momento histórico de consolidación y de cautelosa radicalización. La unión de pensamiento (desde la academia) y acción (en la calle y en la política) están produciendo grandes logros y cambios acelerados. El Salvador, en donde se libra un debate y una campaña permanente por mujeres que sufren largas condenas en casos de aborto, está generando en esta década el debate público que otros países vivieron en las décadas de 1960 y 1970. Es un desfase histórico enorme, pero no importa. Lo que sí importa es reconocer que en un momento así no hay lugar para los hombres. Es el momento de la mujer. Es un momento irrepetible para la mujer en Centroamérica de abrir avenidas al poder para todas las mujeres, y en esto los hombres no tienen nada que hacer sino apartarse y dejarlas pasar. Y si hay hombres (y mujeres) que le tienen miedo a este feminismo, no deberían.

Hace 100 años la mujer en Centroamérica no ejercía el voto, no podía asistir a la universidad, no podía tener un trabajo profesional ni aspirar a un cargo público, además no podía solicitar el divorcio y si quería superar el estigma de ser una madre soltera debido a una violación, la única opción que le daban las leyes era pedir piedad al violador para que se casara con ella. Ahora bien, todo esto ha quedado atrás, pero no porque el sistema que propició estos males ha sido vencido, sino porque, de forma gradual, llegó el momento en que cada uno de estos males ya no podía ser justificado por el poder patriarcal y tuvo que ceder a la verdad y al derecho humano hecho evidente. Pero si se le va a dar un golpe final a un sistema que perpetúa esos males tan profundos que niegan la humanidad y la integridad de nuestras hermanas, entonces los hombres también deben ser feministas.

Lo que está en juego en esta lucha histórica, por si por alguna razón los hombres todavía no han caído en cuenta, es la vida misma de las mujeres. El hombre que argumenta que mueren más hombres que mujeres porque esto es lo que parecen decirnos las cifras de homicidio, no se ha fijado que la enfermedad que más mata a las mujeres en la región es el cáncer cérvico uterino, una enfermedad que podría prevenirse al 100 %, de no ser porque nuestros sistemas de salud no están diseñados para beneficiar a la mujer a lo largo de su vida. Como consecuencia, es una masacre lenta y dolorosa la que se ejerce en contra de la mujer en nuestros países sólo con esta enfermedad, ya no digamos con todo el repertorio de males sociales que han pasado a la agenda de las luchas feministas. Que tantos hombres mueran víctimas de homicidio —debido a un sistema que se enmarca en la ley del más fuerte— no niega el hecho de que tantas mujeres mueran víctimas de tantas otras formas, incluyendo el homicidio y el feminicidio, pero también debido a una negligencia y apatía general hacia ofertas estratégicas de salud, educación y acceso de oportunidades que, literalmente, salvarían vidas.

Que nos haya tomado cien años para llegar a donde estamos debería ser motivo de vergüenza. Las libertades y derechos que gozamos hoy en día los tenemos gracias al alto costo de vidas humanas y sacrificios de muchas mujeres audaces y hombres con conciencia en todo el mundo. No debería ser necesario esperar otros cien años para lograr los cambios que hoy en día están sobre la mesa para ser debatidos por la sociedad y las clases políticas.

Yo he tratado de cumplir mi parte desde la literatura. Hablo de mi experiencia porque de alguna manera es un testimonio personal y sincero de solidaridad apasionada. Mis obras de teatro no son feministas porque se centran en personajes mujeres (aunque es así), lo son porque están estructuradas para reconocer cómo el sistema denigra y disminuye a la mujer y cómo, gracias a la hermandad entre ellas y al reconocimiento de los males profundos que han creado un diseño falaz para sus vidas, pueden recobrar la dignidad humana ocupando espacios de poder. En el proceso, también he aprendido a crear, y con plena conciencia, espacios de poder para las mujeres que han trabajado en mis obras: por medio de la participación creativa, de la apertura al diálogo horizontal y del fomento de una apropiación de los espacios ganados. En una relación así, el respeto se da por sentado.

El teatro es un lugar en el que el panfleto se puede dar con mucha facilidad y felicidad, pero yo he descubierto que el feminismo no necesita del panfleto sino de la imaginación y el drama de una travesía humana, porque es más importante reflejar el verdadero drama de la mujer y la necesidad urgente de imaginar ese otro mundo posible y necesario de igualdad social y de dignidad desde el más amplio espectro de nuestras diversidades. Lo que es panfletario hasta el hartazgo es el guion que nos ofrece la sociedad sobre lo masculino y lo femenino. El teatro responde, o debería responder, a esta caricatura grotesca que vivimos en la realidad cambiando el guion por uno que nos revela a cada uno, hombre o mujer, como personas íntegras y en todas nuestras dimensiones.

En mis obras la avenida al poder comienza con la palabra: con el poder de romper con el silencio y contar la propia historia. Así, lo personal se hace público y el efecto de este acto de construcción de un imaginario íntimo que desafía las normas es también un acto político.

Yo soy el escritor de estas obras, pero no me he inventado las voces. Lo que sí me tuve que inventar fue mi propio silencio: ese largo aprendizaje a callar y a escuchar con una atención profunda la voz de la mujer y sus resonancias, para dejarla moverse y crecer en mis personajes sin mayor intervención de mi parte. No fue nada fácil y no siempre tengo éxito, pero doy fe de que sí se puede. Lo he sentido al escuchar a todas esas actrices que yo amo y que he escuchado en los roles que he creado para ellas. A este proceso, me dicen, se le llama empatía, aunque yo sé que es mucho más que eso porque en el teatro los creadores llegamos a la emoción poniendo en juego toda nuestra humanidad: mente y corazón, voz y cuerpo, memoria y sueño. Hablamos de la realidad, pero lo hacemos para lograr la mayor de las utopías: nos entregamos para dejar de ser, o, más bien, nos llenamos de la humanidad de los otros para darle a nuestro público la oportunidad de reconocerse en nuestro trabajo, de reconocer una verdad humana que todos compartimos. Es un estado creativo sin fronteras de género ni clase social. Es hermoso y liberador.

Algunos llegaron a esto por otros medios. A mí me atrajo el arte escénico por su extraño artificio, es verdad, pero me quedé por el feminismo y la riqueza de sus posibilidades. Y no pienso irme a ningún otro lado. Si algo aprendí de las hermanas que me han acompañado en la lucha por lograr un mundo mejor, es que ser feminista es hacer de la utopía un hogar.


En la fotografía las actrices de Teatro La Zebra antes de salir a escena en el Teatro Luis Poma para interpretar a los personajes mujeres de Shakespeare: Alejandra Nolasco (de espaldas), Larissa Maltez, Lilibeth Rivas (sentada) y Emy Stephany.