Jorge Ávalos: “Gigantes en miniatura” (ensayo)

Sobre el trágico fracaso de los artistas salvadoreños durante el período romántico.

Jorge Ávalos
La Zebra | # 42 | Junio 1, 2019

En el siglo XX se forja la idea del artista como una figura autónoma: independiente de los poderes laicos y religiosos, actuando para sí mismo y en función de motivaciones estéticas e ideológicas más personales y profundas. La noción del pintor como una personalidad singular es más antigua: vemos sus primeros rasgos en algunos creadores de la alta edad media, pero es aún más claro en los grandes maestros del renacimiento, tan originales como innovadores. Aunque aceptemos la visión artística, inaudita hasta entonces, de un Miguel Ángel, por ejemplo, es difícil separarlo a él como agente histórico de los poderes fácticos para los cuales trabaja: la aristocracia o la iglesia. Poco a poco, patronos adinerados —primero los poderes subordinados al rey, duques y marqueses, luego la burguesía, mercaderes y comerciantes— se convierten en mecenas de los pintores de más talento. Fuera de estas relaciones económicas del artista al servicio del poder, el desarrollo del arte occidental es inimaginable.

Con el romanticismo, y desde la literatura, primero, comienza a tomar forma un nuevo paradigma: la noción de que la personalidad artística —y su visión del mundo, extravagante y profética, inclusive— no puede estar encadenada a los arbitrios del poder. El pintor reclama algo que la sociedad considera inaudito: libertad artística. Esta libertad no sólo implica la concepción de ideas propias, en todos los ámbitos del pensamiento, sino también un lenguaje más expresivo, emancipado de los cánones clásicos. Esta necesidad de un lenguaje estético propio tiene grandes antecedentes (dos españoles, El Greco y Goya, saltan de inmediato a mi memoria). Hasta entonces, pese a la belleza y excepcionalidad de las obras de los grandes maestros, el pintor es un accesorio del poder. El romanticismo, cargado de idealismo, encendido por la noción de la revolución, admitido por una sociedad cada vez más ilustrada, da espacio a pintores tan sorprendentes como Delacroix. Al mismo tiempo, no podemos separar a estos visionarios del nuevo arte de los más recientes exponentes de la literatura. La presencia de Lamartine y Víctor Hugo en París nos revelan que estamos ante un amplio cambio cultural al que se suma Delacroix, y que permite el desarrollo de un pensamiento revolucionario en otros órdenes de la sociedad: la justicia, la economía y la política.

Esta nueva autonomía del pintor implica su integración eficaz a la burguesía. Como los artesanos, el pintor tiene un taller de trabajo, enseña a un grupo de aprendices y participa, por una afortunada extensión de su talento, en nuevos oficios artesanales que permiten la reproducción mecánica en la era industrial, por medio del grabado: útil en la estampa para decorar las paredes del hogar, en la ilustración del libro popular o en las páginas de difusión masiva de los periódicos. Así, gracias a los usos diversos de sus habilidades, el pintor logra un ingreso modesto que le otorga un espacio de independencia creativa, convirtiéndose así en una especie de artesano mayor. Pero el pintor se sitúa por encima del artesano por una razón especial: tiene un nombre. La reputación que emana de su originalidad, de su integración social en la burguesía, de la presencia de su trabajo en los salones de la alta sociedad, y de su fama como retratista o paisajista le dan un estatus que él mismo se ha creado: el de un “artista”. Su nueva condición social eleva el precio de sus obras. Puede que no sea rico, pero sí puede ser famoso, gracias a su indiscutible talento.

La mejor explicación de este fenómeno que exalta el poder del talento nos ha llegado de la palabra del mejor articulista romántico en España: Mariano José de Larra. Su crónica sobre Los amantes de Teurel es casi tan famosa como la obra teatral de Juan Eugenio Hartzenbusch (1836), quizás más. Y comienza así:

Venir a aumentar el número de los vivientes, ser un hombre más donde hay tantos hombres, oír decir de sí: «Es un tal fulano», es ser un árbol más en una alameda. Pero pasar cinco o seis lustros oscuro y desconocido, y llegar una noche entre otras, convocar a un pueblo, hacer tributaria su curiosidad, alzar una cortina, conmover el corazón, subyugar el juicio, hacerse aplaudir y aclamar y oír al día siguiente de sí mismo al pasar por una calle o por el Prado: «Aquél es el escritor de la comedia aplaudida», eso es algo; es nacer; es devolver al autor de nuestros días por un apellido oscuro un nombre claro; es dar alcurnia a sus ascendientes en vez de recibirla de ellos; es sobreponerse al vulgo y decirle: «Me has creído tu inferior, sal de tu engaño; poseo tu secreto y el de tus sensaciones, domino tu aplauso y tu admiración; de hoy más no estará en tu mano despreciarme, medianía; calúmniame, aborréceme, si quieres, pero alaba». Y conseguir esto en veinticuatro horas, y tener mañana un nombre, una posición, una carrera hecha en la sociedad, el que quizá no tenía ayer dónde reclinar su cabeza, es algo, y prueba mucho en favor del poder del talento. Esta aristocracia es por lo menos tan buena como las demás, pues que tiene el lustre de la de la cuna y pues que vale dinero como la de la riqueza.

En el siglo XIX, y con razón, un joven dibujante con aptitud o un hijo de artesanos, podía soñar con la fama y, por lo tanto, podía aspirar también a pertenecer a la aristocracia del talento que concibe Larra, y que podía darle acceso a la independencia económica que tanto requería y a un estatus social difícil de alcanzar de otra forma. El ideal artístico rara vez está separado de estos anhelos mundanos. Sin duda, estas mismas ilusiones empujaron a Francisco Cisneros en un viaje sin retorno a París en 1842, donde aprendió a dominar su oficio y a ajustarse a este nuevo paradigma. No se convirtió en un artista laureado, pero sí en un grabador de prestigio y, en la última etapa de su vida, fue, sin duda, un gran maestro para las primeras generaciones de pintores cubanos. Cisneros se cuenta como el único pintor salvadoreño que en verdad logró esta condición de autonomía en el siglo XIX. Para el resto, la pintura era una afición (la Escuela Vicentina) o una práctica todavía subordinada al estado o a la iglesia (Pascasio González). Pero ¿cómo es posible que, en este período, tan lleno de inquietudes, sólo haya existido un pintor con la ambición de convertirse en un artista independiente, a la manera de los románticos europeos? Esta pregunta tendrá dos respuestas.

Las repúblicas de Centroamérica no logran su independencia de España sino hasta 1821, y una serie de conflictos internos destruyen el sueño de una federación y obligan a cada provincia a formar nuevos estados, de economías muy precarias al inicio, y sin instituciones propias, pues la mayoría dependía del centro de la colonia española ubicado en Guatemala. El Salvador, por lo tanto, se fundó como una república sin instituciones, sin las competencias humanas en las áreas administrativas de un gobierno estatal y sin la infraestructura para la educación superior o la administración pública. El siglo XIX, en El Salvador, fue un tiempo de construcción de nación. Los ideales románticos llegaron muy tardíamente hasta la segunda mitad del siglo, y aunque hincharon el pecho de los jóvenes, su articulación fue catastrófica en las artes.

Si el contexto histórico, tan ampliamente documentado, nos da la primera respuesta a la interrogante de por qué no hubo otro Cisneros en el período romántico en El Salvador, la investigación histórica realizada desde los márgenes, desde el folletín y la poesía, nos alertan de una realidad tenebrosa para los pintores que anhelaban la condición autónoma del artista como figura central del romanticismo. El alcoholismo, la enfermedad y la pobreza los destruía antes de alcanzar renombre. Si una epidemia no los mataba, como sucedió con Juan Lacayo —muerto en 1868, a un año de su regreso al país después de estar becado en Francia—, la desesperación los llevaba al suicidio. Pero esta letanía de fracasos es una historia sin historias: la documentación es tan insignificante, que el olvido ha caído como un manto inexorable sobre estos artistas de la ilusión perdida. Así sucedió con casi todos. Sólo sabemos de una excepción.

De entre los artistas del siglo XIX desaparecidos de forma ineludible entre las cenizas de la historia salvadoreña, un solo nombre es rescatable, el de Juan Francisco Peña, aunque de su obra no se conserva registro alguno. De él sólo conocemos tres datos: era un pintor de mérito, posiblemente originario de Santa Ana (ciudad donde creció el poeta que escribió sobre él); partió de El Salvador en 1886 para buscar fortuna como artista en suelo extranjero (no sabemos dónde); y se suicidó tres años después, abrumado por el fracaso. Esto es todo, y lo sabemos por dos poemas de Napoleón F. Lara, entonces de 25 años, publicados en la revista Repertorio Salvadoreño en 1889.[1] El primero, un soneto escrito en ocasión de su despedida del país en 1886, y posiblemente leído en una cena íntima o desde el muelle del Puerto de La Libertad, como solía hacerse en esos días, se titula “Al joven pintor Juan Francisco Peña”:

Modesto artista, niño de la fama,
gigante en miniatura de la idea
que, con Murillo y Fidias, centellea
y en ti es la chispa de la futura llama.

Su luz divina Dios en ti derrama,
mil concepciones en tu mente crea,
tu misma inspiración te victorea,
y ya la gloria te bendice y ama.

No ocultes ese don, hijo del cielo;
ostenta con orgullo los laureles
con que, precoz, tu frente se corona:

Te espera el porvenir; levanta el vuelo,
y al impulso titán de tus pinceles
cruza del genio la infinita zona.

El segundo, escrito por Lara tras conocer la noticia del suicidio de su amigo en 1889, se titula “A la muerte del joven pintor Juan Francisco Peña”:

A quien proscrito de otra patria vaga
y triste por la tierra peregrina,
cuando abrumado de dolor se inclina,
la idea de morir su mente halaga.

En esa tumba que tus restos traga
la luz de tus pinceles ilumina:
el genio como el Sol también declina,
pero su eterna luz nunca se apaga.

Tú fuiste genio y mártir, y tu creencia
la dicha no buscó en la humana suerte,
pues de un mundo mejor eras proscrito;

y cansado, por fin, de la existencia,
ya te duermes al sueño de la muerte
para ir a despertar al infinito.

Lara, el autor de estos versos, poseía él mismo un indómito espíritu romántico. Fue, a la manera de Larra, un articulista tan idealista como crítico, además de trabajar como un “periodista combativo”, a quien le repugnaba la mediocridad y que logró dominar una poesía satírica influida por José de Espronceda.[2] Si un intelectual tan intransigente como Lara llamó “genio” al joven pintor Juan Francisco Peña, alguna razón debió tener. En 1896, Lara enloqueció. Murió en Guatemala en 1914, relegado al olvido y la pobreza.

Para los artistas, el romanticismo fue en El Salvador un tiempo de gigantes en miniatura, como tan bien los nombró Lara. Ese oxímoron es necesario para hablar del desajuste irreconciliable entre el arte y la sociedad de entonces. El talento y la ambición fueron muy reales, pero no existían todavía ni las condiciones económicas ni culturales para que la sociedad los admitiera en su seno, mucho menos para potenciar las promesas latentes de sus genios creativos. Y nuestra historia, complaciente con el poder, despiadada con la nobleza de intenciones, no nos ha dejado de ellos más que el sinsabor del olvido.

NOTAS

[1] Repertorio Salvadoreño. Tomo III, Nº 2, San Salvador, 1889, páginas 113-114.

[2] Toruño, Juan Felipe. Desarrollo literario de El Salvador, San Salvador, 1951.

 


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JORGE ÁVALOS (1964). Escritor y fotógrafo salvadoreño, editor de la revista La Zebra. Como cuentista ha ganado los dos premios centroamericanos de literatura: el Rogelio Sinán de Panamá, por La ciudad del deseo (2004), y el Monteforte Toledo de Guatemala, por El secreto del ángel (2012). En 2009 recibió el Premio Ovación de Teatro por su obra La balada de Jimmy Rosa. En 2015 estrenó La canción de nuestros días, por la que Teatro Zebra recibió el Premio Ovación 2014.