Un poema satírico, a la orden del día, de un prolífico poeta salvadoreño.
Vladimir Amaya
Arte de Víctor Hugo Rivas
La Zebra | # 84 | Diciembre 1, 2022
After party… después de una larga cadena nacional
En torno de una mesa de cantina,
una noche de invierno,
regocijadamente departían
un cachimbo de alegres expresidentes salvadoreños.
Vestidos con sus trajes caros
y algunos con sus uniformes militares:
medallitas y condecoraciones,
con alguna que otra masacre en los bolsillos;
todos muy animados le daban la bienvenida al muchacho
gorrita al revés, patas de pichiche,
quien había sido electo gobernante de la otrora finca de sus más profundas ambiciones.
Lo sentaron muy cerca de ellos y con euforia lo vitorearon.
Francisco Menéndez, muy amable,
le advirtió hablándole bajito:
—No te sentés cerca de Maximiliano,
no lo querrás como tu amigo
—ni como tu vicepresidente— intervino el ingeniero Araujo.
Patas de pichiche le gritó al general Menéndez:
—Cállese, viejo,
usted es de los mismos de siempre, no me diga qué hacer.
Al oír esta barbaridad, el general
cayó fulminado por un infarto.
—Pero bebe, muchacho, bebe que aquí tomás regalado—,
le decía don Tomás, guante en mano, blandiendo todavía su sable.
—¡Bienvenido al clú más prestigiado de todo el chimbolero!—,
le dijo Malespín, quien sin ser mala espina, añadió:
—He oído que te va bien, pero te podría ir mucho mejor.
Invadí una patria al menos,
saqueá algunas iglesias,
fusilá un par de curas y hacé desordenes cuando te pongás bien bolo.
No olvidés invadir tu propio país si es necesario
(una vez le funcionó a Manuel José Arce).
Quemá ciudades si te queda tiempo,
pero lo más importante: cuidá tu cabeza de los malditos indígenas
cuando pasés por San Fernando.
Aquel caudillo hubiera seguido en su receta,
pero en la mesa confabularon:
Votaron en secreto.
Y otra vez mi pobre general fue desconocido, excomulgado
y desterrado a la sala de no fumadores y abstemios.
Y la plática seguía, seguía de lo más alegre,
entre brindis y hurras por el aprendiz de dictador.
Y el patas de pichichi decía:
“Y los llamé mollera sumida…”
Y los expresidentes se carcajeaban.
Carlos Meléndez, Alfonso Quiñónez y Jorge Meléndez,
le preguntaron, sin rodeos, al quinceañero cuarentón:
—¿Nunca has pensado en hacer tu propia dinastía?
Tenés muchos hermanos.
Bien te salen unas tus cinco tandas, deberías de pensarlo…
—Es mejor solo dos
y uno que esté en las sombras—, le recomendaron, sabedores,
los hermanos Ezeta.
—Que no te falte un cuerpo represivo confiable,
nosotros tuvimos a la «Liga Roja», eficiente y disciplinada.
—Yo tuve a los «Escuadrones de la Muerte»,
dijo una figura sombría al borde de la barra.
La leyenda dice que esa silueta es la de aquel “piricuaco”, seco y feyo
que nunca alcanzó la silla presidencial.
El licenciado Dueñas y el general Gerardo Barrios
continuamente interrumpían la conversa,
enfrascados en aquella discusión milenaria:
que cuál era el mejor guaro de Centroamérica,
si «Muñeco» o «Quezalteca».
el general Martínez zanjó este pleito y dijo:
—Las aguas azules
son las mejores que existen— mientras le pasaba el péndulo detector de venenos
al ceviche del general Fidel Sánchez Hernández.
—Y entonces, decinos,
¿cuáles son tus planes?— inquirió el teniente coronel Lemus,
justo en el momento en que se acomodaba un habano en la buchaca.
El presi respondió:
Militarización.
—eso es un buen movimiento —recalcó el coronel Armando Molina, reflexionando:
«No hay nada mejor para un civil que rodearse de policías y soldados».
El tío favorito de la capital continuó:
“Restringir el acceso a la información pública”.
“Instrumentalizar la religión para el dominio de las masas”.
“Detenciones arbitrarias y doblones de muñecas”.
“Gastar miles de dólares en propaganda en lugar de salud, educación y cultura”.
“Discursos de odio”. “Bloqueo a la prensa”.
“Comprar encuestas”.
“Construir un estadio”, —Yo hice eso—Interrumpió Maximiliano.
“Poner un tren”, —yo también hice eso —interrumpió el Dr. Zaldívar.
“Poner una nueva moneda en curso que no beneficiará a nadie más que a mí y mis amigos”
—Yo también hice eso ¡qué coincidencia! —interrumpió, sonriente, el licenciado Flores.
—Pero al hacer estas cosas, repuso el interpelado,
decirle al pueblo que todo esto sucede por primera vez.
Los exmandatarios asintieron admirados.
Y, junto al más cool, gritaban eufóricos:
¡qué viva la vida!… sin fisco…
Fue ya al final de aquella alborozada plática,
cuando los expresidentes, cual hadas madrinas,
y bajo efectos etílicos de misteriosos sahumerios
otorgaron sus “dones” al benjamín tirano.
—Yo te doy el don de la “expropiación de tierras”, dijo uno.
—Yo, el de “los lujos estúpidos”, dijo otro.
— El don “del fraude”, el don “de la represión”
no pueden faltar, dijo un tercero casi llorando.
No faltó quien le dijera: —El don “de la demagogia” te doy.
—Te doy el don de la “persuasión” y la matonería”, dijo uno más.
—El don “de la fiebre mesiánica”, dijo el último.
La velada terminó cuando el patas de pichiche dijo dos cosas que quedaron en la historia:
“Muchachos, tomémonos una selfie”.
Y “hay que seguirla en otro lado,
llevaré una dotación de atún con macarrones,
y de aquella harina importada que sé que les va a gustar.
* * *
Las servilletas quedaron chorreadas y las boquitas tiradas en el suelo.
Las cervezas y las propinas las pagó el muchacho,
y claro, usó bitcoin.

VLADIMIR AMAYA (El Salvador, 1985). Actualmente es profesor de Lenguaje y Literatura para Educación Media. Algunas de sus publicaciones son: Los ángeles anémicos (2010), La ceremonia de estar solo (2013), Tufo (2014) y abominación (2021). Fue director de la revista Cultura del Ministerio de Cultura de El Salvador (2016-2018).
