Rafael Cabrera: «La ceiba de mi pueblo» (poesía)

La poesía de un romántico salvadoreño del siglo XIX muerto a los 25 años.

Rafael Cabrera
Arte de Ana Julia Álvarez
La Zebra | # 91 | Julio 30, 2023

Mi amada

Eterna pira que mi alma enciende,
blanca paloma de aleteo manso
          lumbre rosada;
     alma que no me entiende,
     sueño que nunca alcanzo,
          tal es mi amada.

Crepúsculo y aurora, sol y luna,
posesión en presencia del espacio,
          temblar de estrella,
     platas de la laguna,
     cambiantes de topacio,
          así ve ella.

Colibríes libando centifolias
que el diáfano cristal del arroyuelo
          copia y deslíe,
     abrir de las magnolias,
     iris que pinte el cielo,
          tal cuando ríe.

Trova nocturna que temblando halaga,
guzla amorosa que vibrando sueña,
          eco de Dios…
     Trino flébil que vaga,
     miel que mima y desdeña…
          ¡Así es su voz!

Copo de bruma de pausados giros,
virgen aérea que cruzó la mente,
          hada del mar,
     ondular de suspiros,
     luna tras el poniente…
          Así es su andar.

Es sol, es luna, es aura de primavera,
es himno, es arroyuelo, es esperanza,
          es infinito…
     es ilusión primera,
     y última lontananza
          que vio el proscrito.

La amé en el sol, la idolatré en la calma
de una noche de luna que moría
          en blondas de oro…
     dulce dolor de mi alma,
     cara tórtola mía,
          ¡Cuánto la adoro!

Rimas

V

Voy a tomar sonriendo la piqueta
          y cavaré un abismo,
que no será como el que llevo siempre
          muy dentro de mí mismo.

En él se pudrirán todos mis huesos
          y cesará el dolor;
¡mas no perecerán los sueños dulces
          de nuestro antiguo amor!

IX

Yo voy cantando por los desiertos
sueños perdidos, amores muertos,
quejas de niños en orfandad,
cual la torcaza que el blando nido
vio desolado, vio destruido
en una noche de tempestad.

XXI

Si algún día, al caer la tarde,
pasar vieres mi humilde ataúd,
que tu pecho un asilo me guarde
donde pueda vivir en quietud.

Entre zarzas verás una losa
que ni cruz, ni inscripción llevará;
pero un ave con voz quejumbrosa,
“¡Allí es! ¡Allí es!”, te dirá.

La ceiba de mi pueblo

I

¡Anciana ceiba de mi pueblo amado!
Si volveré a soñar bajo tus ramas,
sentado en tus raíces muellemente,
a la luz que nos dice: “Hasta mañana”.

A veces triste, conmovido y loco
me finjo estar bajo tu sombra escasa
en una de esas tardes voluptuosas
en que se siente, se delira y se ama…

Allá, a mi izquierda, el encendido ocaso
pintando flores en cendal de gualda,
y la ondulada cumbre de los cerros
Perfilándose en fondos de escarlata.

En rumbo opuesto el San Miguel truncado
en tul se vela de azulino nácar.
Cual el genio infeliz de los ausentes
perdido en el turbión de las distancias.

Allá también el San Vicente adusto
su majestuosa cumbre dentellada
engolfa altivo en la región sidérea,
como un sarcasmo a la soberbia humana.

Las nubes ciñen la severa frente,
cual leves copos de errabundas gasas,
y acaso el yermo de su bronca cima
el campo sea de feroz batalla,

en donde el cóndor contra el cóndor luche
con curvo pico y prepotentes garras,
sobre el girón de palpitante presa
¡de un cóncavo a los bordes disputada!

¡Quién sabe si mañana el gran coloso
conmueva de mi valle las entrañas,
y al tronar estridente de sus fauces
se inunde Cuscatlán de ardientes lavas!

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¡Quién sabe, muda efigie de los siglos,
si el dulce techo de mi abuela anciana
vayas a sepultar tonante y fiero
en mar inmenso de encendidas llamas!

Mejor mil veces que arrogante y mudo
seas del valle espléndida atalaya,
refrescando tu frente con neblinas
y haciendo hervir las fuentes a tus plantas.

Que sientas adormirse dulcemente
al rumor melancólico del aura
la ciudad legendaria que en un tiempo
“¡Libertad! ¡Libertad!”, clamo a tus faldas;

y el brazo armado de sus nobles hijos,
la fe por guía y por pendón la audacia,
humillaron la testa del tirano
de los valientes hijos de Tlaxcala…
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Y frente a mi… del carcomido templo
la pintoresca mole se levanta,
donde oraron los padres de mis padres
ante el altar del tiempo de la España.

El verde llano y el amate umbroso
donde de niño cándido jugaba,
¡y la calle mil veces recorrida
en las austeras procesiones santas!

II

¿Si volveré con húmedas pupilas
a contemplar las miserias parásitas
que nacen, crecen, aman y se mueren
al calor fecundante de tu savia?

¿O si juguete de los largos siglos
que han dejado tus cepas deshojadas,
te irás a ver muy pronto a sus embates
sobre el suelo, por siempre derrocada?
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Las golondrinas que tus ramas pueblan
son más felices que quien hoy te canta:
ellas contemplan aquel pueblo mío
que las ruines pasiones despedazan.

El riente pueblo que me vio en la cuna
y entre alegrías escondió mi infancia.
¡Que guarda todos mis recuerdos dulces
y en otro tiempo me brindó esperanzas!

Ellas contemplan revolando alegres
el pueblo aquel cuya ilusión me halaga;
que no prospera, pero siempre bello,
nido de amores y perfumes guarda.

Ellas le miran cuchicheando alegres;
yo con húmedos ojos le mirara.
¡Y tal vez le veré cuando de muerte
enferma sienta desmayarse el alma!

Si decretado está, cuando la vea,
ansiosa acaso la filial mirada,
en vano, en vano de mi abuela busque
las venerables y apacibles canas.

Bajo las sombras caras y tranquilas
del techo aquel, donde cuando ella oraba,
yo, mis alegres tiempos recordando,
reía con los niños de la casa.

¡Mi pobre abuela! Si de tu hijo inquieto
las alegrías muertas retoñaran,
volvería al hogar y de tus labios
con fe recogería las palabras!

¡Pero aquellas horribles tempestades
que oías rebramar en sus entrañas,
aún rugen con los ecos de la muerte
en las noches funestas de su alma!

¡Tal vez no existirás cuando yo vuelva!
Y vuelta escombros tu modesta estancia,
mi padre, mis hermanos, mis amigos…
¡También en polvo para siempre yazgan!

III

¡Añosa ceiba! Dime si en las tardes,
cuando la luz crepuscular te baña,
precioso enjambre de morenas lindas
acude a sonreír bajo tus ramas.

Esas beldades mis amigas fueron.
También entre ellas escogí una hermana
que me supo alentar cuando moría
el último fulgor de mi esperanza.

Sus labios para mí vertieron mieles,
y hermanos en el arte y en la patria,
juntos cantamos, y sintiendo juntos,
la misma nota estremeció las arpas.

Lloroso un día me llegue a sus puertas
y por última vez deje a sus plantas
elegiaco cantar de despedida,
¡porque un hado fatal nos separaba!

Ella me dijo que en la casta lumbre
que el astro de la noche nos enviara,
los llantos de la ausencia se unirían
cual sollozos de tórtolas que se aman.

Yo he cantado las hondas conmociones
con que la ausencia el pecho nos desangra,
y han ido hasta el alcázar de la Luna
mis notas tremulentas y cansadas…

A su recuerdo inmarcesible y santo
hay cuerdas que mi cítara consagra,
que suspiran el eco de sus himnos,
y chispean la fe de sus palabras.

Y en su música vaga e infinita
al moribundo corazón empapa,
y más allá de la vital miseria
¡el pensamiento en abstracción espacia!

Di si la has visto, ¡ceiba de mi pueblo!
sentarse y suspirar bajo tus ramas,
y volviendo los ojos al Poniente,
verter de penas silenciosas lágrimas.

Y si bañada en rayos de la Luna
la oíste sollozar cual la torcaza
en las frondas calladas de los sauces,
cuando los sueños su sopor derraman.

¡Ah! Yo la he visto lánguida y tranquila
descender hasta mí, tímida y blanca
como el santo candor de la pureza
y la primera luz de la mañana.

¡Siempre la veo! De mi mente nunca
sus encantos purísimos se apartan,
y me habla en el lenguaje de los dioses,
y me infunde la fe de sus plegarias.

Y la siento vivir en el latido
del corazón que en lecho de esperanzas
duerme y sonríe como niño cándido,
¡o sueña y llora la ilusión pasada!

IV

¡Quien pudiera volver a los parajes
en donde tú penosa te levantas,
y exhalar en el grito de los cisnes
la triste inmensidad de la nostalgia!

¡Sentir, amar, correr como en los días
de fiesta y placer, luz y fragancias
que el cáliz de la vida, exuberante
y lleno hasta los bordes, derramaba!

¡Quien pudiera escalarte y coger nidos
en infantil dulcísima algazara,
o cortar los capullos y las flores
con que te adornan miles de parasitas!

¡Quien recorrer pudiera uno por uno
tanto nido de amor donde dejaran,
el corazón sus poemas de alegría,
y sus tristezas pálidas el alma!

¡Y aparecerse a ver en el paisaje
la de mi madre sombra veneranda,
y hablarle en el idioma de los niños,
y esperar y morir al escucharla!

Y quien, en fin, ¡oh ceiba de mi pueblo!,
escuchar el sollozo de sus ramas,
formar con ellas una cruz mortuoria
¡y en la fosa dormir bajo tus plantas!

Guatemala, 1882.


RAFAEL CABRERA (Cojutepeque, El Salvador, 1860 – Guatemala, 1885). Poeta romántico. Quedó huérfano de madre a los 10 años, y trabajó de escribiente mientras completaba su educación media. Inició estudios de Medicina y Cirugía en la Universidad de El Salvador, que no completó cuando regresó a Cojutepeque. Allí entró a la política y fundó el periódico liberal El Cuscatleco, cuyo primer número apareció en noviembre de 1880. Tras el fracaso de este proyecto y la persecución de los militantes que apoyaron la gesta revolucionaria del general Menéndez, huyó a la ciudad de Guatemala en febrero de 1882, donde pretendió retomar sus estudios de Medicina. En cambio, vivió en la más extrema pobreza y una carta de julio de 1885 revela que padecía una enfermedad que había destruido sus pulmones. Falleció por la viruela en septiembre de 1885. No publicó poesía en vida. Escribió una leyenda humorística en verso a la manera de Batres Montúfar, “Don Teodoro” (ya perdida), y una colección de “Rimas” a la manera de Bécquer. Entre sus poemas destaca una composición extensa, “La ceiba”, escrita ya en Guatemala en 1882, en la que rememora su pueblo natal. Los datos biográficos y los poemas que conocemos de él fueron recopilados por Ana Dolores Arias, y son los que publicó Román Mayorga Rivas en el Tomo III de la Guirnalda Salvadoreña (Imprenta Sagrini, San Salvador, 1886). [Nota biográfica de Jorge Ávalos].