Ahora que ciertos políticos ganan terreno en el mundo con el lenguaje del odio, vale la pena que recordemos la relación entre amor e identidad.
Jorge Ávalos – texto y fotografía
La Zebra | # 98 | Octubre 1, 2024
El amor nos llama sin cesar porque el amor es un llamado. Acudimos, sin retraso, porque de amor estamos hechos. El amor es el espejo que nos muestra quienes somos. Ese uno ante el amor no tiene otro igual en esta ecuación de números naturales y racionales, imaginarios e irracionales, y por eso designa tu identidad:
(el amor desde mí) (el amor hacia mí) = Identidad
Cada día, al despertar, debo decidir si mi deber es amar o defender el amor. Este día me toca defenderlo.
Nadie va a la cama una noche y se dice: mañana me toca odiar. Esto no es posible porque el odio es una irrupción. Si actúas con odio no eres tú quien está a cargo de tu vida, sino ese trastorno importuno que ha tomado posesión de tu espíritu. El amor, en cambio, alimenta la fuerza de voluntad y es una fuente constante de creatividad. Y eres tú quien está en control. Esto lo sabes y lo confirmas cada día, porque el amor ejercita tu carácter a cada instante, y es por esta razón que el amor se ramifica en cariño, en cuidado, en protección, en dulzura, en ilusión… en esperanza.
El amor construye y limpia, viste y cocina, amasa el pan y consuela, abraza con fuerza y espera con paciencia, aconseja y sana, escucha y mira con atención. El odio sólo sabe golpear.
A veces, la indignación nos sacude y enarbolamos la rabia hasta convertirla en protesta. Esa denuncia que oyes a voz en cuello en la calle y esa multitud de pasos marchando en defensa del derecho a amar, no tienen nada que ver con el odio.
El odio dispara, la protesta canta.
Odiar es convertir tu conciencia en un puño. Sentimientos negativos se cuelan por las heridas y las grietas del espíritu para dar forma y fuerza a ese puño. Ya conocemos esos sentimientos: el resentimiento, la envidia, los celos, la vergüenza, el miedo… y un oscuro, muy oscuro, sentido de abandono.
Los retos del amor son los más duros hasta que ya no lo son, hasta que el ejercicio constante de nuestra fuerza de voluntad cumple su misión, y sus actos de cuidado y protección se funden a nuestra conciencia y le dan forma a nuestra segunda naturaleza. Porque, en efecto, hay una primera naturaleza y esta es, en principio, egoísta: la del instinto de supervivencia, la que quiere salvar el ego del individuo a toda costa. La segunda naturaleza es lo que nos hace humanos: es la inteligencia misma, y se ejemplifica cuando hay un estruendo alarmante, una amenaza mortal o una íntima agresión, y nos obliga a considerar nuestra situación con la mayor claridad posible. Es en un momento como este cuando miramos a nuestro alrededor y tomamos conciencia de lo que de verdad importa, y es así como llegamos a la intuición de que salvar a los que amamos es también salvar al mundo. Con nuestra segunda naturaleza el sacrificio es posible, porque el amor demanda de nosotros una compromiso para con la vida más poderoso que nosotros mismos, y que nos hace mucho más fuertes de lo que nos creíamos capaces.
Odiar es revertir nuestra conciencia a su primera naturaleza, es dejarnos poseer por nuestros bajos instintos. El que odia se engaña a sí mismo, renuncia a su inteligencia y entrega, muy dócilmente, la autonomía de su conciencia a la bestia que lleva dentro. Esta bestia ve peligros donde no los hay, y las amenazas se multiplican a su alrededor hasta que los terrores que ha alimentado entre las sombras lo acorralan, aun en los recovecos de su propia madriguera.
Cuando crees que el amor te ha abandonado, sabes que su fuego todavía está presente en ti porque en cada cosa que haces defiendes la dulce fruta y el cálido nido, la risa de los niños y el canto espontáneo, el reposo sobre un pecho y el beso que lo significa todo. El que ama puede estar solo, pero no ha sido abandonado porque el amor insiste en conectarlo a la vida toda.
El que ama no deja de crear, no deja de imaginar y no abandona lo frágil a su suerte.
Si comprendes de qué hablo, entonces ya sabes que no hay elecciones falsas frente a ti. Tu camino nunca se habrá de dividir entre el amor o el odio. No nos podemos permitir el odio, porque nuestra identidad no es sólo una cosa propia, sino un deber compartido, una obligación para aquellos que nos nombran con amor, en el presente o en la memoria, y esperan de nosotros la paciencia y la terquedad. Así que en ocasiones debemos reposar de una cruenta batalla, exhaustos y derrotados, pero incluso así nos toca perseverar para defender lo que más importa.
Este día desperté y ya sabía cuál era mi deber, y mi convicción es inamovible.
Este día me toca defender el amor.
Y cuando no se puede, cuando ya no tenemos la fuerza, nos queda la protesta y su canción, la luz de la poesía, el asombro revelador de los cuentos, la alegría invencible del espectáculo y todas esas otras armas de la felicidad compartida que sólo nos las puede dar el amor.
JORGE ÁVALOS (1964). Escritor y fotógrafo salvadoreño, editor de la revista La Zebra. Como cuentista ha ganado los dos premios centroamericanos de literatura: el Rogelio Sinán de Panamá, por La ciudad del deseo (2004), y el Monteforte Toledo de Guatemala, por El secreto del ángel (2012). En 2009 recibió el Premio Ovación de Teatro por su obra La balada de Jimmy Rosa. En 2015 estrenó La canción de nuestros días, por la que Teatro Zebra recibió el Premio Ovación 2014. Su obra narrativa aparece en varias antologías de cuento, incluyendo: Puertos abiertos, editada por Sergio Ramírez (Fondo de Cultura Económica, México, 2012); y Universos Breve, editada por Francisca Noguerol (Instituto Cervantes y Editorial Cobogó, Brasil, 2023). En El Salvador ha ganado seis premios nacionales de literatura.
