Carlos E. Santos: «Susurro en el Abismo» (ciencia-ficción)

Angustia existencial en tres breves relatos de ciencia ficción por un autor salvadoreño.

Carlos E. Santos
Arte de Alexandra Koch
La Zebra | # 100 | Diciembre 7, 2024

Susurro en el Abismo

Jonathan despertó, como de costumbre, a esa hora incierta donde la noche aún se agarra a las paredes, pero el sueño ya ha huido. Sus pies tantearon el suelo frío hasta encontrar el sofá. Se hundió en él, sintiendo cómo la desesperación le trepaba desde el pecho hasta la garganta, ahogándolo en un silencio espeso. Como cada noche, buscaba una respuesta que no llegaba, una verdad que lo esquivaba.

Delante de él, el robot que había diseñado hacía más de dos décadas lo observaba. Sus luces parpadeaban de forma irregular, como si compartiera la incertidumbre que lo corroía por dentro.

La luna se filtraba por la ventana, dibujando manchas pálidas sobre los muebles, y Jonathan, con un suspiro que parecía venir de una profundidad insondable, habló.

—He pasado más de medio siglo persiguiendo respuestas —dijo, su voz apenas un hilo en el vacío—. ¿Por qué este egoísmo que nos consume? ¿Por qué todo parece conducir a un futuro sin salida? Explícame, ¿qué sentido tiene la vida, la muerte, el bien, el mal?

El robot no tardó en responder. Su voz metálica, como un eco del abismo, vibró en la habitación.

—La humanidad —empezó— es un susurro en el viento. El tiempo la tragará como a tantas otras especies, un eco perdido en el infinito. Nacerán nuevas formas de vida, pero el egoísmo las condenará, igual que a ustedes. Todo lo que conoces será devorado por el mismo abismo que te atormenta, por un agujero negro sin nombre ni propósito.

Jonathan frunció el ceño. Las palabras de la máquina eran como una verdad que lo atravesaba, pero aún se resistía a rendirse.

—¿Y el bien? ¿El mal? —preguntó, como si aferrarse a esos conceptos pudiera salvarlo del vacío.

El robot giró levemente su cabeza, como si ponderara la pregunta.

—Fantasmas. Nada más que espectros antiguos, despojados de todo significado. Solo quedará el egoísmo, flotando en la oscuridad, como un faro en la negrura.

Una sensación de vértigo lo envolvió. ¿Era esa la verdad? ¿No había algo más allá de esa frialdad cósmica?

—¿Y Dios? —susurró Jonathan, con una mezcla de desesperación y esperanza—. ¿No queda nada?

La máquina emitió un zumbido casi imperceptible antes de hablar.

—Dios es una grieta en el vacío. Un intento fallido de llenar lo que no puede llenarse. Tus preguntas… —la voz del robot parecía, por un instante, quebrarse en una risa hueca— resonarán en la eternidad como un eco en un salón vacío. Ni siquiera la muerte será un alivio, pues ella también es una broma de la existencia.

La oscuridad comenzó a arremolinarse a su alrededor, pero Jonathan no tuvo miedo. Por primera vez, comprendió. El abismo no solo estaba allá afuera, tragando estrellas y mundos; también vivía dentro de él, como un parásito que siempre había estado ahí. Cerró los ojos, rindiéndose finalmente a la fría verdad de su ser.

Y así, se disolvió en un susurro, perdido para siempre en la noche interminable.

Ecos que no pudieron silenciar

Esto pasó recientemente. Aparecieron del cielo, nadie supo el origen exacto, se hicieron llamar los salvadores, los mesiánicos, los Tharlok. Nosotros, cansados de tanta desesperanza y corrupción entre los lideres naturales, les cedimos el control total. Pero en meses el resultado fue amargo. Ahora, los pocos que resistimos, hemos sido marcados como terroristas por los Tharlok y sus títeres humanos. No nos llaman rebeldes, ni defensores, sino enemigos de su «nuevo orden.» El precio por conservar libros o cantar canciones prohibidas es la muerte. Aquellos de nosotros que aún recordamos, que atesoramos lo que fuimos, somos cazados como animales, torturados y expuestos en jaulas como ejemplo a la resistencia.

Nos escondemos en ruinas olvidadas, en túneles antiguos, y en los restos de ciudades arrasadas. Los Tharlok no entienden lo que protegemos, pero nos temen. Saben que, en nuestros susurros sobre un pasado de libertad, en nuestras viejas historias, está el germen de su caída. El legado que intentan borrar sigue vivo en nosotros, como una llama que no pueden apagar.

La resistencia no es solo armas y sabotajes. Es recordar. Es contar y cantar lo que fuimos, susurrar poemas, garabatear ideas en paredes ocultas. Sabemos que mientras una sola palabra, un solo verso, una sola canción sobreviva, la humanidad no está perdida.

Los Tharlok pueden destruir ciudades y borrar nombres, pero no pueden destruir lo que aún vive en nuestro interior. Y algún día, cuando su ignorancia los consuma, será nuestra memoria la que encenderá la chispa de la rebelión final. Seremos el eco que no pudieron silenciar.

Ave de fuego

A Balam

Un alarido de cuerdas disonantes y altisonantes me despertó temprano en la madrugada, me levanté mareado por el sueño y el cansancio, en medio de la sala estaba mi hijo, devorándose a dentelladas, arrancándose las carnes de las piernas, de los brazos; sangraba y sus alaridos se convertían en notas musicales desesperadas, dolorosas.

Ingenuamente le pregunté el por qué se estaba devorando.

Abrió sus ojos color almendra y de su boca la sangre bajó copiosamente, hebras de carne con saliva roja salieron volando mientras emitía cientos de notas musicales, sin orden, sin ritmo.

—Es un sueño o pesadilla —me dije, y caminé angustiado hacia el baño.

Las notas musicales, desesperadas y dolorosas, aumentaron.

—Ahora es mi turno, ya no hay esperanzas, todo se está oscureciendo, volviendo sordo a mi alrededor —alcancé a escuchar en un susurro, en coro.

—No creas que me muero porque tengo hambre de mí, o por apagar este dolor interno de siglos, me devoro porque he encontrado la clave de ser sonido siempre eterno. Cuando termine de comerme el corazón ya no quedará nada de mi cuerpo y entonces regresaré a mi origen, a la secuencia temporal bajo las leyes de la armonía, la melodía y el ritmo.

—Por qué… —traté de preguntarle.

El corazón en sus manos latía, sus dientes comenzaron a desgarrarlo, inmediatamente estalló la luz, un coro intenso de miles de notas musicales explotó, finalmente el sonido y mi hijo eran uno solo.


CARLOS E. SANTOS (El Salvador, 1966) es un escritor prolífico que actualmente reside en Canadá. Ha fundado y dirigido diferentes grupos de teatro, talleres literarios y de cine. Estudió Artes Escénicas en el Centro Nacional de Artes de El Salvador, y Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de México; Derechos Humanos en las universidades de York, Inglaterra y Columbia, en New York. Ganador de certámenes nacionales e internacionales de narrativa y dramaturgia, su obra ha sido publicada en Inglaterra, México, España, El Salvador y Canadá, lugares en donde ha residido. El libro al que se hace referencia en la crónica es la antología Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999), en la que aparece un cuento de Santos.

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