Un relato sobre una enfermedad inexplicable que postra a las mujeres.
Liza Onofre
La Zebra | #103 | Marzo 8, 2025
A madre las vecinas le tocaban el timbre antes de las ocho de la noche. Madre se calzaba los tenis y agarraba la cartera donde guardaba equipos y remedios de enfermera para estabilizar fiebres, curar suturas, inyectar antibióticos o detectar dolencias en recién nacidos. Lo más demandado eran los sueros. Madre solía guardar suficientes de reserva.
Siempre había un alcohólico cuya familia quería recuperarlo de alguna borrachera que había durado varios días o semanas. A veces, madre encontraba a estos pacientes presos del delirio, dando gritos y en los peores casos al borde de la inconsciencia. Una ampolla de Largactil era la medicación más solicitada por las familias en estos casos.
Cierta vez madre me contó que una vecina había habilitado una jaula en el patio de la casa. La jaula no contaba con techo, lo que la hacía especialmente tormentosa para el alcohólico en cuestión porque no en pocas ocasiones el marido retenido permanecía ahí al mediodía, en pleno verano. La jaula hacía las veces de bartolina privada en la que se encerraba al jefe del hogar para evitar que saliera barajustado a buscar agua ardiente.
También, por aquellos días, madre atendió a las señoritas que necesitaban muchos antibióticos por varios días. Todos en la colonia sabíamos de qué se trataban las incapacidades de las señoritas. Madre también sabía qué vitaminas debían combinarse para que las señoritas no perdieran el color de sus caritas ni se vieran demacradas de más. Las lenguas viperinas no conocen el descanso.
Con el tiempo, y antes de que yo saliera del tercer año de bachillerato, en la comunidad se hizo más frecuente que madre tuviera pacientes a las que yo denominé Las Postradas. Las Postradas eran señoras de la colonia que no mejoraban con nada a pesar de los fardos de recetas de los médicos. Prácticamente, sólo permanecían en cama, comían poco y miraban al techo. Platicaban despacio y suavecito. Algunas eran delgaditas, pero también había señoras con mucho sobrepeso. Una de ellas pasaba con un camisón de jersey todo el día, y declaraba que padecía de una cardiopatía que le impedía abandonar la cama. Con solo rodarse de un lado a otro de su inmensa cama ya comenzaba a jadear y agitarse. A ella la recuerdo porque me habló siempre con ternura, las veces que acompañé a madre a tomarle la presión y el pulso.
A pesar del correr de los años, Las Postradas no morían. Entonces si no se agravaban ¿Por qué seguían en cama? ¿Sería para jubilarse de cocinar sin tregua tres tiempos de comida? ¿Para tener el argumento perfecto y no ser más la niñera de todo el árbol familiar? No fue sino hasta que yo misma me convertí en el corazón del hogar, mi propio hogar, cuando tomé consciencia de dos realidades: permanecer exhausta se convirtió en mi normalidad, y que una enfermedad incapacitante puede ser una bendición o la excusa perfecta para tumbarse a pedorrearte libremente, sin mucha auditoria colectiva.
Una enfermedad incapacitante te absuelve de la condena de lavar a mano “bluyines” de hombre y de ser siempre la limpiadora designada cuando se apaga la música de las fiestas. Quizás un camastro y un suero a la semana fueron suficientes para que los lagartos que vivían una vida de confort doméstico dejaran a Las Postradas en paz. Hubo veces en las que madre encontró a Las Postradas tiesas como en un ataque de tétanos. Entonces anunciaba que la vecina ya requería el ingreso hospitalario. La Postrada iba a dar al Rosales. Generalmente, al servicio Primero Medicina Mujeres. Yo sé esos datos porque madre me llevaba a la visita; Las Postradas entonces de veras requerían ayuda. Cuando las veía con las batas de manta roída y con los colgajos en que se habían convertido sus senos, expuestos a la visita de los alumnos de Medicina de la UES, yo pensaba: Hoy si nos va a tocar rezarle a todas las llagas de Nuestro Señor y encargar un novenario de misas. Pero no, salían y florecían lo justo para volver a quedarse descansando en sus camas y recibir las visitas, pero sobre todo recibir los despachos del servicio de noticias vecinales.
Maricela fue una señora que les lavaba y cocinaba a muchas de ellas. Llegaba temprano y atendía dos casas en un día. Alguna vez dijo que bueno que casi nada podían hacer, pero que al deber conyugal muchas seguían presentándose, que ella sabía por qué limpiaba los cuartos. Y que alguna le abría el portón a un muchacho que paraba dos tardes por ahí en moto. Que para eso si tenía energías para levantarse. Pero que sólo fue un tiempo, porque en eso a Don Mundo, el esposo de la señora que abría el portón al muchacho que pasaba en moto, le quitaron las piernas, a él si por una diabetes verdadera, y entonces que ya a la señora no le tocó más que aliviarse pero solo un poco apenas para levantarse a ayudar al esposo a medirse la insulina, y que pues que ni modo despachó al motorizado, sobre todo porque Don Mundo ya no podía salir.
Y así, entre remedios y versiones de las vidas privadas, los niños nos hicimos adultos y vaciamos la colonia.
Y a Las Postradas les tocó morir, pero murieron de último. Murieron antes los que fueron a la guerra, murió una familia casi completa en un accidente de tránsito de regreso de la Costa del Sol, incluso supimos de antiguos vecinos que se morían en Estados Unidos, alguna pobre gente incluso tuvo que enterrar a su recién nacido; pero Las Postradas… esas enterraron a todos. La que murió más joven tenía 82 años. Incluso mamá murió antes que alguna de ellas. Dos días previos al ataque al corazón que se llevó a madre, ella había puesto un suero y recomendado un ingreso hospitalario.
No sabría responderme si Las Postradas en realidad padecían del azúcar, fibromialgia, migrañas o alguna enfermedad autoinmune. Antes no sabíamos muchas cosas. Durante mi niñez y adolescencia, los quebrantos de las mayores estaban dotados de una estela mística. Por ahí, aquellos camastros en los que caían postradas mis vecinas fueron su juego y un acuerdo vecinal que decidimos compartir en la colonia. Las anécdotas de quien mejoraba o empeoraba nos alimentaron más que nuestras cenas de frijoles, queso, huevo, duro y tortilla, y alumbraron más que las candelas blancas en las noches de apagones. Como fuera, a Las Postradas, una vez caían tendidas, nadie las molestaba más.
LIZA ONOFRE es una narradora salvadoreña, colaboradora de La Zebra.
