Claudia Fernández: «Esta es la Sustancia» (ensayo)

Frente a la esclavitud invisible de la belleza como forma de control, esta escritora propone un ejercicio profundo de autoconocimiento.

Claudia Fernández
La Zebra | 
#104 | Abril 28, 2025

Tú quieres un mundo, por eso lo tienes todo
 y no tienes nada
.
— Diotima a Hiperión (Hiperión, Friedrich Hölderlin)

Cuando somos jóvenes, rara vez pensamos que un día envejeceremos. Creemos que nuestro cuerpo siempre responderá igual y, con cierta arrogancia, imaginamos que seremos inmunes al tiempo. A esto se suma el hecho de que vivimos en una sociedad que desprecia la vejez. A diario nos bombardean anuncios de cremas antiedad y productos que prometen retrasar lo inevitable. Se admira a quienes aparentan menos años o, de pronto, aparecen rejuvenecidos. Todo parece válido para preservar la juventud: rellenos, bótox, dietas milagrosas y otras estrategias diseñadas para desafiar las leyes naturales.

Quienes no tenemos acceso a esos artificios parecemos condenadas a un destino ineludible: perder la vitalidad y, con ello, el atractivo. La ansiedad por el paso de los años nos envuelve y amenaza con devorarnos antes de tiempo.

Desde hace un par de años, me he vuelto más consciente de que me acerco a los cuarenta. Como mis familiares y amigos, también estoy envejeciendo. Es imposible escapar de ello. A veces me sorprendo haciendo una cuenta regresiva y olvido valorar todo lo que los años me han dado: ahora soy una mujer más libre y fuerte. El tiempo me ha brindado una mayor capacidad de análisis y pensamiento crítico. Aprecio las conversaciones profundas y disfruto escuchar a las personas cuando hablan de su vida. He aprendido a dejar ir lo que no me hace bien y a retirarme de donde no soy bienvenida. También he ganado una capacidad de introspección que, hace diez años, ni siquiera sospechaba.

Pero también tengo miedo de envejecer. Me cuesta asimilar los cambios que se reflejan en mi cuerpo y en mi entorno. Cada vez aparecen más canas que intento disimular, y a menudo evito mirarme al espejo porque he dejado de sentirme atractiva. Esta sensación se refuerza con un discurso social que vincula la vejez con la pérdida de belleza, como si esa pérdida definiera nuestra valía. Al escribirlo, no puedo evitar sentirme superficial, pero sé que no lo soy: la belleza sigue siendo un privilegio y quienes cumplen con ciertos estándares físicos suelen recibir un trato más positivo. Sin embargo, poner nuestra valía en nuestro atractivo sería como construir una casa tambaleante, sin cimientos: basta el menor movimiento para que se venga abajo.

Susan Sontag escribió que las mujeres enfrentamos lo que llamó “el doble canon del envejecimiento”. Para nosotras, envejecer implica una doble pérdida: la estética y la social. Dejar de ser bellas parece un castigo. «El envejecimiento es más un juicio social que una contingencia biológica», afirma. La vejez nos impone una angustia y una ansiedad que, en los hombres, suele ser más atenuada.

Pienso en la representación de la vejez en el imaginario social: los «lindos abuelitos», las personas amargadas o aisladas en casa, la ropa «para gente mayor», los bastones, los cabellos blancos. Una visión pasiva, de declive, como si a las personas de edad avanzada sólo les quedara esperar a que alguien reanime sus vidas. Son estereotipos que nos reducen y nos arrebatan la riqueza de lo vivido.

Preguntar la edad de una mujer se vuelve, a partir de cierto momento, un atrevimiento. Muchas de nosotras crecimos aprendiendo que revelar nuestra edad era exponernos a un juicio: como si cada año sumado restara valor o belleza. Se nos enseñó que el tiempo debía ocultarse, negarse, disimularse. La juventud no solo se idealiza, sino que se convierte en una vara que mide la aceptación social. A medida que envejecemos, nuestros cuerpos dejan de encajar en el ideal estético vigente.

Así, la belleza física se transforma en una exigencia continua que nos aliena de nuestro proceso vital. Ser bellas es, al mismo tiempo, ser esclavas de la mirada y la validación ajenas. Es ser sujetos pasivos en espera de la reafirmación de nuestra existencia.

Para Susan Sontag, la exigencia de ser bellas alienta el narcisismo y una preocupación patológica por la apariencia. Pienso en la energía mental, emocional y física que demanda vernos bien, aceptables, jóvenes, dóciles. Quienes se atreven a desafiar estas prácticas suelen ser vistas como descuidadas, poco femeninas, incómodas, incluso rechazadas o condenadas a la soledad.

La idea de belleza no ha sido unívoca; ha cambiado con el tiempo, según la época y el contexto. El canon de belleza nos deja ver nuestra evolución como sociedad y nos habla tanto de sus deseos como de sus temores. En la Grecia clásica, la belleza estaba asociada a la virtud del alma, pero también existía una obsesión por la juventud y la armonía de las proporciones. Más tarde, el ideal evolucionó y la belleza pasó a ser algo que podía obtenerse —o simularse— si se contaba con los medios económicos. Hoy, el canon dominante exige ser joven, esbelta, saludable, exitosa, con la piel tersa y sin huellas del tiempo.

Byung-Chul Han señala que «el imperio de la belleza elimina toda diferencia, toda negatividad». El ideal actual es tan repetitivo que ya no hay espacio para la singularidad. Vemos en los medios sociales rostros y cuerpos casi perfectos que lucen cada vez más homogéneos, como salidos de una máquina fotocopiadora.

Me resulta interesante la postura de Sontag sobre la educación femenina en torno a la belleza, dado que fomenta el narcisismo, la dependencia y la inmadurez. Aprendemos desde pequeñas a dividir nuestro cuerpo, a examinar con lupa cada parte: las caderas, los pechos, el rostro, las piernas. Nunca somos un todo: somos un conjunto de piezas que deben ser corregidas o disimuladas.

Pienso en la película La sustancia y el debate que generó en torno a la representación de la juventud y la belleza. Al principio me sorprendió su estética: la música, la visualidad hiperbolizada, donde lo pequeño se vuelve grande y lo grande grotesco. Sin embargo, me perturbó aún más la representación de la vejez: monstruosa, repulsiva. En esa narrativa, envejecer es sufrir una mutación horrenda; no hay espacio para imaginar una vejez sabia, interesante o atractiva. La película refuerza la idea de que la belleza es poder, pero también confirma que, para las mujeres, ese poder es, casi siempre, el único que se nos permite cultivar.

Ser bellas es una forma de control. Nos mantiene supeditadas al juicio ajeno, infantilizadas, dependientes de la validación externa. Como los personajes de La sustancia, Elizabeth y Sue son seres pasivos que esperan ser amadas y legitimadas por otros. La representación de Elizabeth anciana con vestimentas estereotípicas, medias opacas y cuerpo encorvado refuerza el arquetipo de la mujer amargada, monstruosa, excluida. No es casual que termine convertida en un ser amorfo y autodestructivo.

Quizá una de las vías posibles para resistir sea fomentar el autoconocimiento. Aceptar que somos humanas, que el paso del tiempo es inevitable. Esclavizarnos a los ideales de belleza nos impide nuestra autorrealización.

Madurar implica tomar acción y responsabilidad sobre nuestra vida, no vivir sujetas a los ojos ajenos. Dejar de aspirar a ser niñas eternas, dóciles y agradables, para convertirnos en mujeres activas, conscientes, capaces de decir la verdad —también la verdad de nuestra edad.

Como escribió Sontag:

«Las mujeres tienen otra opción. Pueden aspirar a ser sabias, no solo agradables; a ser competentes, no solo serviciales; a ser fuertes, no solo elegantes; a ser ambiciosas para sí mismas, no solo en relación con los hombres y los hijos. Solo de ese modo podrán permitirse dejarse envejecer con naturalidad y sin vergüenza, protestando activamente y desobedeciendo las convenciones derivadas de los dos cánones sociales del envejecimiento.  En lugar de ser jovencitas, chicas durante el mayor tiempo posible, que más tarde pasan a la humillante madurez y luego a la obscena vejez, pueden convertirse en mujeres mucho antes, y seguir siendo adultas activas mucho más tiempo, gozando de la larga trayectoria erótica de la que son capaces. Las mujeres deberían permitir que sus rostros muestren la experiencia vivida. Las mujeres deberían decir la verdad» (p.46).

Hoy me enfrento a este proceso doloroso de aceptarme. Pienso en las mujeres de mi familia. Mi abuela tiene más de ochenta años y nunca la he visto con el cabello canoso; todas nos teñimos. Comprendo lo difícil que es luchar contra esos mandatos, más aún cuando cada espacio —revistas, redes sociales, publicidad— refuerza estándares inalcanzables.

Me observo a mí misma y veo cuán insegura me siento cuando no me maquillo los ojos o no pongo un poco de color en mis mejillas. Siento vergüenza por preocuparme y, a la vez, por no hacerlo. Me pinto el cabello, uso cremas, invierto tiempo frente al espejo antes de salir. Pero hoy intento hacerlo desde otro lugar y con más conciencia. Intento ser más compasiva conmigo misma, no juzgarme. Poco a poco, me voy atreviendo a mirarme tal como soy, a sonreír para mí, no a los otros.

Respeto a quienes eligen tratamientos estéticos; tengo amigas a quienes les han ayudado a fortalecer su autoestima. Lo importante —pienso— es que esas decisiones sean auténticas, que nazcan de un profundo ejercicio de autoconocimiento, no de una esclavitud invisible.

Cada una elige su camino hacia la autorrealización. Quizá el cambio empiece por sembrar pequeñas semillas: fomentar en las niñas y adolescentes la importancia de la salud mental, el amor propio, el respeto a sus procesos. Comenzar por nosotras mismas y ayudarlas a conocerse, a mirarse con ternura, a no confundir su valor con la imagen que devuelve el espejo.


Susan Sontag, Sobre las mujeres. Trad. de Aurelio Major, Penguin Random House, 2023.

Byung-Chul Han, La salvación de lo bello. Trad. de Alberto Ciria, Herder Editorial, 2015.


CLAUDIA FERNÁNDEZ (México, 1987). Escritora y traductora. Ha publicado Nada eres (Ed. La Chifurnia, El Salvador) y Tiricia (Plétora editorial, México). Textos suyos aparecen en Latino Book Review, Revista Casapaís, Rio Grande Review, Punto en línea UNAM.

El arte es un detalle intervenido de la Venus de Sandro Botticelli.