Mauricio Marquina: «Las mariposas» (cuento)

Una alucinación empuja a un hombre al descubrimiento del amor.

Mauricio Marquina
La Zebra | #108 | Septiembre 17, 2025

NOTA EDITORIAL

“Las mariposas”, la única aproximación al género narrativo que realizó Mauricio Marquina, explora las facetas de una alucinación con ácido lisérgico. Cada sección explora una faceta distinta en la experiencia alucinógena: el delirio de las mariposas; la conciencia al desdoblarse, indicada por el cambio a la tercera persona del verbo; el regreso de la conciencia, pero deslumbrado por la visión, intensificada por las drogas, de un pezón; la lucidez que lo lleva al redescubrimiento del eros y el reencuentro con la mujer amada (indicada por cambios en los tiempos del verbo), y que finalmente lo lleva a la verdadera trascendencia, por medio del éxtasis erótico, y ya sin la ayuda de las drogas. Los experimentos en la expansión de la percepción por medio de las drogas, y los textos experimentales sobre esos experimentos fueron usuales en la década de 1960. “Las mariposas” apareció publicado por primera vez en diciembre de 1970, en la antología Nuevos narradores salvadoreños, publicada por la revista La Pájara Pinta.

Jorge Ávalos

Las mariposas

1

Las mariposas en ráfagas continuas, en puñados de miles, incontables como presencias de colores jamás imaginados, en mezclas extrañas. Una cosa las hacía igualmente brillantes: era esa fosforescencia alucinatoria qué se estrellaba, volando en remolinos que chocan con mi rostro sudoroso, con mi piel pegajosa como la miel, mientras me pegan su polen a los párpados sumergidos en medio de este papaloteo incesante, indescriptible. Su sonido era como un coro de ancianos que mastican su propio fuego de muerte. Su olor, como el de una sangría, penetrante, envolvente. Un delirio de alas pegadas en las partes desnudas de mi cuerpo, me daban apenas el tiempo necesario para aclarar un pequeño espacio en la memoria, y luego venían por miles, en correntadas, esas mariposas, cuya atroz caricia me hacían bordear esta sensación de asfixia.

De pronto, las mariposas se dibujaban, transparentes, brillando, cambiando de tono cada segundo, abanicos que se extendían con la misma palpitación del vuelo, y ahora, pasaban a través de mi cuerpo como si fuesen aire. Yo movía mis manos a través de las mariposas, sentía los colores como sustancia proteica, hasta que se estrellaba en ese espacio vacío que a ratos parecía querer abrirse en mi memoria.

El aire no llegaba a mis pulmones. De pronto, en medio del punto más grotesco de esta danza loca, maravillado y aterrado por estos pequeños esqueletos voladores, de alas afiebradas, mi cuerpo, recorrido en oleadas por una especie de frío gaseoso, se reventó por todas las partes desnudas de la piel, y por allí salían arroyos de mariposas cantando la esencia de la sangre. Para mí ese momento fue más real que ahora que lo estoy recordando, sujetando sus superficies separadas por un hilo truculento, falso, como desde la lejanía.

La voz salía de mi boca para afuera, convertida en un cono de música suspendida en algún estado horizontal, en algún espíritu anciano que habita ese sonido cuyo tono es el de las variaciones multiplicadas en ese momento febril.

2

Lo intenso de alucinar es verse convertido en una criatura con luz en la voz, a pesar de la pesadilla bellísima de estas mariposas que le hacían andar cada vez más deprisa el hilo de sus pensamientos. Abrió la boca repetidamente, para gritar fuerte. Fue como abrir la boca en el fondo del océano de mariposas. No pudo cerrarla. Las mariposas lo habían invadido, se volvían corporales. Su voz nunca salió. Ni pudo. Cuando el aire falta, el corazón tiembla como un tambor escondido en el ritmo del asombro. El ácido le devolvía lentamente su pasión cósmica.

Esa pequeña música de fiesta que se desgrana como un fogón de mil chispas alegres, azotando al ser y elevando su historia fuera del presente, danzando dentro del ritmo, dentro de los márgenes de los capilares negros del ritmo, que nos sacan, sacuden y desdibujan la otra mitad: repicando el alma; rebasando como materia sin límites, sin espíritu, sin forma; como una raíz plantada sobre la roca del amanecer, agarrándose con miles de manos las caderas y reproduciéndose sexo a flor, canto a sueño, voz a sangre riente. La ilimitada sensación sin fin, agarrados directamente del cerebro, con pernos de agua, con alfileres de agua en la lengua que roza, al contacto del sueño despierto de las rosas, con crisantemos en los ojos, y en las mejillas la miel colorada, la miel dichosa lamiendo su propio sonido sin reír.

3

Este oído en la pared del fuego, disparándose adelante de las gotas del rocío del hombre florecido en medio de este rumor eléctrico que dispersa mi sombra, que agota mi silencio hasta la emoción distante de las cosas agarradas de la misma cintura, una cintura que persigue en gritos la forma, sin arrancar, sin ver, soñando un viento que no cabe en el espíritu, que canta su propia prisión en signos que son momentáneos.

¿Cómo hacer, por creer que un momento soy y en otro no?

4

Cuando una noche he buscado tu cuerpo, con el temor del sueño frágil de la familia dormida, con la alegría del encuentro en la piel, en silencio, escuchándonos a puro tacto, en lo oscuro de la noche, atravesados por nuestras propias voces, de nuestras tibias manos vibratorias, enloquecidas, ciegas y despertando a un ángel deseoso en medio de tus pliegues agrietados por la hembra infinita. Una mujer entregada en sueños coma una hermana eternizada, sin dimensiones conocidas. Lúcida a las llamas del acercamiento, sabia, celosa, silenciosa, blanca, de labios reunidos contra un fondo de vellos extendidos y suaves, encima de la piel que descubre unas fosas nasales maravillosas. Donde olimos juntos buscándonos los labios, mi boca detrás de la tuya. Tu brazo apretando tu propio seno, distorsionando esos bordes que nacieron del descuido pujante del pezón, adelante, como una cúpula de carne, como un capullo que flota en el sentido de tus pasos, para apretar su cumbre sin rozar esos anillados caminos que rodean tu seno de música para el sueño.

5

Allí está ella. De pie, de espaldas a la pared, con el rostro sumergido en un sentimiento que se hacía vaho hasta llegar y ascender poco a poco, con su color azul que invadía su cara hermosa.

Su color era el musgo de mis ojos, ese color de musgo seco mezclado a la esencia de la noche. (Ella es sólo una conocida mía, su nombre el que elijamos). Yo la siento apenas la veo, la siento aquí, y viene ese tam-tam del corazón, me aferro a un latido: sus ojos negros ahora ríen, sus labios se curvan para abrirse y sonreír más todavía. De pronto, como los gatos cuando dan la media vuelta, veo sus nalguitas tan blancas como mi propio espíritu. Es como vibraciones de una sustancia que nos intenta reunir a fondo, caminando únicamente por las hojas de tu cuerpo, sin aprender que para eso basta sólo un asentimiento tuyo, hasta el fondo de ella, como si en un recodo de su corazón estuviese mi sombra en un destierro de goces infinitos.

El cuerpo asciende hasta otros por sus propias vibraciones. Yo llegaré a ti cuando mi rostro esté transformado por tu cuerpo, cuando tu espejo más claro sea yo, cuando aquella cosa bella que crece sea tu órbita de alegría infinita, en medio de los muertos que viven en la tumba profanada por la locura.

Cada encuentro son ríos de ansiedad que me cogen del cráneo, que me prenden fuego en los ojos y más allá del vientre, en el cuerpo que nos da el alma. Tu mirada me cerca como un abismo en el que me veo a caballo, a caballo para sembrar la semilla infinita, que da vida a las flores y al lenguaje de los pájaros.

6

Aquella vez tú sabías que mis ojos te rondaban. Hasta la misma sensación de cercanía cuando te vi dentro de ti, descobijados los dos del sueño y del amor. Tus sueños en ese tiempo quemaban, y tú sudando te acercabas a mí, yo te pedí el cuerpo a cambio de mis ojos. Yo que sabía lo que me pasaba, cuando esta fiebre me agarraba de la sangre, aprendería a ver con el tacto, reconociendo tu cuerpo entre las piedras, tu piel entre la suavidad de las plumas. Después, me orinaba de alegría, en sueños, en sueños.

Estabas tan cerca, tu mirada era fugaz, pero penetraba hasta el otro lado de mis sensaciones, como oliendo a un profundo ritmo de plenitud vital. Tú sabías que mis ojos eran la sombra de los tuyos. De repente, te levantas de la mesa y te vas a sentar en cierto ángulo en el cual mis ojos refrescaban su alegría sobre la piel y los muslos, y más dentro. Yo te vi como mía, una extraña sensación invadió como una ráfaga mis ojos. Tú vibrabas, te movías de un lado a otro, a veces de frente, otro momento de lado, más bien.

Como esa semilla de labios poderosos que se aferran a un tronco desnudo, en convulsiones cósmicas, delirando de una alegría que emana de otra dimensión: la danza de la vida crepitando lentamente por tu boca, con sus labios como cuerpo de moluscos hialinos, pegajosos, trotando por la pendiente infinita de mi cuerpo.


MAURICIO MARQUINA (El Salvador, 1946-2025). Médico y poeta salvadoreño. Originario de Chinameca, San Miguel, formó parte del grupo de escritores del oriente de El Salvador, conocido como La Masacuata, que introdujo una contracorriente de autenticidad discursiva frente a la discursividad pública de la poesía de entonces; con Mauricio Marquina y Rigoberto Góngora, sobre todo, esta poesía se caracteriza por estar constituida por rumiaciones: el monólogo interior o el soliloquio murmurante. Su obra publicada en libros es mínima: Obscenidades para hacer en Casa y Otros Poemas, revista La Universidad (Universidad de El Salvador, San Salvador, 1968; se trata del poemario completo que también apareció en una separata); y Ceremonias Lunares (San Salvador, 1971). Fue incluido en un libro colectivo editado por Roberto Monterrosa: Las Cabezas Infinitas, San Salvador, 1971. También es mínima su aparición en publicaciones periódicas, como la revista Taller y el Diario Colatino de El Salvador.