Roberto Carlos Pérez: «La lengua en Amada Libertad» (crítica)

Una invitación a la lectura de una poeta muerta en combate durante la guerra en El Salvador, en ocasión de la nueva antología de su obra por Anonimato Ediciones.

Roberto Carlos Pérez
La Zebra | #110 | Octubre 24, 2025

El lenguaje, por naturaleza orgánico e histórico, deposita, en interminable cadena, sus saberes en la raza humana. El lenguaje es ser vivo que moldea las sociedades. Las lenguas no mueren, se transforman. Por eso, no hay lenguas muertas sino transformadas.

Vayamos a materia: el griego y el latín, cuya madre es el fenicio y las madres de éste las semíticas que tomaron de los jeroglíficos egipcios los sonidos necesarios para nombrar lo que entonces resultaba innombrable, aún viven. Su llama arde en lenguas modernas como el español, el alemán o el inglés.

Hace más de cinco mil años, en la Edad de Piedra, los nómadas se asentaron. Entonces surgió el concepto de familia y el de la propiedad privada. Poco después los egipcios grabaron sus pensamientos en piedras con signos que los griegos llamaron jeroglíficos, nombre que significa «palabra del dios».

Luego, en la Edad de Bronce, nació en Mesopotamia —los actuales Irak, Irán, Kuwait, Siria y Turquía— la escritura cuneiforme o escritura en tablas de arcilla a fin de guardar memoria de transacciones comerciales y de los cuentos que los intrépidos viajeros contaban a la tribu, ansiosa de escuchar y leer las grandes aventuras que éstos habían vivido allende montañas y mares.  

Decimos que la rueda o el descubrimiento del fuego son los grandes hitos civilizatorios y el inicio del progreso humano. En realidad fue la aparición del lenguaje ya que, gracias a él, piedra y fuego fueron nombrados. Sin «la palabra del dios» nada «sería», pues lo que no se nombra no existe.

No se escapa de estos hechos una joven estudiante de periodismo que, en el convulso El Salvador de 1991, poco antes de los tratados de paz o Acuerdos de Paz de Chapultepec que dieron fin al conflicto armado, cayó en combate a los veintiún años. Se llamaba Leyla Patricia Quintana Marxelly. En algún otero cerca de San Salvador, cual venta de Juan Palomeque el Zurdo, la venta o estancia donde sucede gran parte del Quijote, Leyla Patricia se autonombró Amada Libertad.

Amada Libertad es un símbolo trágico salvadoreño puesto que, de adolescente, mientras estudiaba en la Universidad de El Salvador, vio los horrores de la guerra civil en sus compañeros que un día estaban vivos y al otro no, sin saber por qué tenían que enfrentar tan terrible destino.

La Guerra civil de El Salvador (1979-1992) nunca ha sido declarada como tal. Es decir, ha corrido el mismo destino de la masacre de los trabajadores narrada por Gabriel García Márquez (1927-2014) en Cien años de soledad (1967): el «único» testigo fue el coronel Aureliano Buendía a pesar de ser presenciada por todo Macondo.

Para la historiografía oficial centroamericana la Guerra civil de El Salvador es un incómodo ronroneo que, de vez en cuando, a manera de represión encepada en el inconsciente, trae a la memoria a los más de setenta y cinco mil jóvenes que murieron sin saber por qué; o acerca el lejano atisbo de la masacre en el río Sumpul, Chalatenango (1980), la de El Mozote, Morazán (1981), la de El Calabozo, San Vicente (1982), o la que la Historia ni siquiera registra ocurrida en 1979 en las cercanías del pueblo de San Sebastián, aún descrita por algunos ancianos que son vistos como «locos». En estas masacres murieron cientos de indígenas.

Ni hablar del asesinato de sacerdote y beato Rutilio Grande (1977), del de San Óscar Arnulfo Romero (1980), el de las monjas Maryknoll (1980) con previa violación sexual, y el de los sacerdotes jesuitas en la Universidad Centroamericana (1989).

Como los de hoy, los adolescentes de entonces soñaban con la concordia humana en momentos en que las ideologías se les imponían y los obligaban a entrar, fusil en mano, en el mundo de los adultos. La tragedia de una guerra civil es la matanza entre hermanos impulsada por ideólogos que mientras forjan la guerra discuten sobre la paz en elegantes hoteles y oficinas. Y, más aún, hacer del olvido la potente arma para que las futuras generaciones se consuman en una nebulosa al ignorar que las contemporáneas desgracias son el cúmulo de esa y otras guerras puestas en el basurero del olvido.

Como los adolescentes de la Nicaragua de los ochentas, Amada Libertad soñaba, cual Quijote con faldas, con una sociedad mejor y más justa en la que los hermanos pudieran estudiar, reír, crecer, ir al café, tener novios, jugar al fútbol y escribir poemas.

Mientras hacía posta en los cerros de El Salvador, Amada Libertad componía poemas y se los enviaba a su madre, Argelia Marxelly. Argelia los guardaba tal vez presintiendo que serían la única memoria que quedaría de Leyla. Amada Libertad pasó al olvido. No obstante, la lengua hizo lo suyo.

 Amada no se creía poeta. Pero en su capricho la lengua dejó memoria de su tragedia, la tragedia de El Salvador, en decenas de poemas de magnífica factura que ella compuso. El don de la poesía es que siempre cae como polvo de hadas por donde quiere y unge a su antojo a adolescentes como Amada Libertad.

Amada le dio nombre a una tragedia. No fue la única, pero sí la que lo hizo con naturalidad, es decir, sin el megáfono o la estridencia del poeta que «denuncia», pues el dolor no era de ella sino de los «otros» o, mejor dicho, de todos. Su compungida voz no le exigió nada a la lengua: el adjetivo correcto, el verbo chillón o el verso inmortal; ésta se dejó bañar de aquella, de su sinceridad y compasión. Sin deseos de gloria lírica, Amada vivió el presente como se viven las tragedias.

Sus poemas son apóstrofes, serios cuestionamientos sobre un inconcebible y terrible destino. A Amada sólo le quedaba la palabra, el sentir sonoro embriagado de dolor. Así pudo acuñar la esperanza. Oigámosla:

Antes

Solía correr por las calles
cantar en las mañanas
gritar por la tarde
y sabotear por la noche.
No, no era una rutina
era más bien una de las tantas formas
de expresar mi oposición al dolor
mi acercamiento a mis muertos
y nuestro amor a la paz
que tejemos día a día
con el dolor de muchos de nosotros.

Amada Libertad no jugó a ser poeta porque no pensó serlo. Sólo se dejó llevar por el bamboleo de la lengua que, a través de sus poemas, dejó un punzante registro histórico y social. Amada se fue sin comprender por qué, en lugar de ir al cine, tener un novio, estar con su madre o ir con sus amigos a una heladería de San Salvador, debía luchar para que los que vinieran después sí pudieran hacerlo. La libertad soñada por Amada es nuestra Amada Libertad.


ROBERTO CARLOS PÉREZ (Granada, Nicaragua, 1976). Músico, narrador y ensayista. Estudió Música en Duke Ellington School of the Arts y se licenció en Música Clásica por Howard University, en Washington D.C. En la Universidad de Maryland estudió una maestría en Literatura Medieval y en los Siglos de Oro. Es autor del libro de cuentos Alrededor de la medianoche y otros relatos de vértigo en la historia (2012, tres ediciones), de las novelas cortas Un mundo maravilloso (2017, dos ediciones) y Rodrigo: un relato sobre el Cid (2020), y de los libros de ensayos Rubén Darío: una modernidad confrontada (2018, segunda edición 2021), Temas españoles: del siglo XII al XVII (2022) y El mundo que veo: notas sobre la posmodernidad en el siglo XXI (2025). También es editor del libro en homenaje al poeta mexicano José Emilio Pacheco, ganador del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2009) y del Premio Cervantes (2009): José Emilio Pacheco en Maryland (1985-2007); de la edición crítica de la novela El vampiro (1910); del modernista hondureño Froylán Turcios, de la novela Trópico (1971); del hondureño Marcos Carías Reyes, perteneciente a la Generación de la Dictadura; del poemario Breve suma (1947), del vanguardista nicaragüense Joaquín Pasos; y de Después que muera, edición crítica de la obra del modernista hondureño Juan Ramón Molina.