Una reflexión sobre los talleres literarios, del editor de La Zebra.
Jorge Ávalos
La Zebra | #111 | Noviembre 15, 2025
¿Qué busca la persona que asiste a un taller literario? En principio, encontrar su propia voz, pero un taller no puede enseñarle esto. Lo que un taller puede hacer, en la práctica, es darle una pequeña caja de herramientas: cómo corregir un texto, cómo valorar sus propios hallazgos o cómo estimular la imaginación, cosas así. En realidad, un buen taller literario sólo necesita consolidar una convicción en el escritor: “Confía en tus propias intuiciones”.
En su mejor condición, un taller literario es un espacio seguro para poner a prueba el oficio y la creatividad, para encauzar el talento en direcciones nuevas o para enriquecernos con otras perspectivas.
En el seno de un taller, el escritor debe aprender a reconocer su propia intuición, a aceptar las apariciones de estos momentos privilegiados y a entregarse al poder de revelación que tienen estos momentos. Eventualmente, aprenderá que la escritura misma le ofrece estos momentos, y que la capacidad de revelación que necesita para crear, la puede convocar cada vez que se sienta a escribir. Si un taller le ofrece el camino hacia este estado de creatividad, le ha dado la herramienta más importante que va a necesitar por el resto de tu vida.
La principal fuente de estímulo creativo de un escritor está en su interior: su fuente creativa está en su conciencia. El taller podría ayudar a estimular al escritor, pero se corre el peligro de que sus participantes se habitúen a tener estímulos externos para escribir. Esto es una trampa. Si el taller no es un curso limitado, con una duración temporal, entonces es un club social.

Charles Bukowski escribió con desprecio sobre el taller literario, debido a la dinámica que se puede erigir en su interior si no están bien orientados: “En lo que respecta a los talleres literarios, yo los llamo ‘clubes de corazones rotos’. Más que nada son un puñado de malos escritores que se reúnen. De entre ellos, se erige un líder, auto elegido casi siempre. Leen sus cosas entre ellos y por lo general se sobrevaloran entre sí. Es más destructivo que provechoso.”
Ahora bien, ¿por qué sucede esto? El peligro del taller literario radica en una debilidad que traen consigo los talleristas y que deberían dejar fuera: sus inseguridades. Un taller puede ser un espacio para la validación social y, por lo tanto, se puede generar en su interior una dinámica social perjudicial para el participante, si éste se acomoda a un sistema de validación social basado en el culto a la personalidad del líder, o si la literatura sólo cumple la función de reforzar la identidad grupal, en donde el perfil del taller como grupo, como una especie de banda cultural, es más importante que la individualidad creativa.
Es común encontrar en algunos círculos sociales la pretensión de que un taller puede fraguar un movimiento literario nuevo. Esto nunca es cierto porque un movimiento requiere de todo un entramado cultural para gestarse y florecer.
Una visión más amplia de la literatura tiene valor cuando se trata de un movimiento, una vanguardia que reconoce el espíritu de los tiempos y se anticipa a cambios ineludibles en la mentalidad y la sensibilidad de la sociedad: en la historia moderna destacan los surrealistas como el mejor ejemplo de una organización espontánea y capaz de la creatividad individual y colectiva, al mismo tiempo que en su seno se formulaba una nueva manera de ver, sentir y pensar el mundo. Un taller es un laboratorio, y rara vez deja una huella en la historia literaria. Un movimiento, en cambio, captura el espíritu de su tiempo y ofrece una propuesta relevante que está a la altura de ese espíritu. Los movimientos literarios no sólo proponen una nueva estética, también encierran una actitud filosófica ante la vida, una ética, como ocurrió con el modernismo en América Latina a finales del siglo XIX, o la generación del 27 en España, que reunió a grandes poetas, o el movimiento beatnik en los Estados Unidos.
Para que funcione un movimiento, la visión estética debe de ser expansiva y universal, apropiada no sólo para la literatura, sino también para cualquier género y forma de arte: la poesía y el cuento, la música y la ópera, el cine y la fotografía, etcétera. Esto permite una ebullición de la diversidad de los talentos individuales. Un taller que sólo valida las piezas literarias que se forjan en su interior y en función de consolidar la dinámica del taller como organismo social no cuadra dentro de la idea de un movimiento, por supuesto. Se equivocan quienes dan una importancia desmesurada a los talleres literarios. Un taller puede ser un umbral a la creatividad, o un puente al compromiso literario, pero su diseño debe de ser realista y debe de estar pedagógicamente enfocado en las necesidades inmediatas de sus participantes.

En el universo de los talleres, es raro el impulso por la innovación. Más bien, se genera un empuje social por plegarse al statu quo y se desarrolla una ansiedad colectiva creciente ante los mercados literarios y ante la popularidad, aparentemente inexplicable, de los autores del momento. Así toma cuerpo la idea del taller como agrupación tribal, como unidad social marginal ante los ámbitos literarios y culturales, que al final son interpretados como territorios en pugna y no como espacios de riqueza humana.
Cualquier escritor que esté preocupado de su formación individual, de desarrollar una poética personal y del solitario y paciente oficio de la escritura, en fin, de encontrar su propia voz, puede ver por qué la deformación del taller en una organización tribal no es nada más que una estupidez maligna.
“Hay algunos jóvenes con voz propia”, dijo Roberto Bolaño en una entrevista, “pero no saben escribir, lo que es un desastre. Entonces esos jóvenes van a los talleres literarios o a la universidad para aprender a escribir, y cuando ya saben escribir no tienen voz propia.”
He visto que en los talleres se pueden forjar amistades y se pueden aprender técnicas, o se puede reforzar una pasión por la lectura. Sobre todo, un taller puede ser un espacio seguro para superar los miedos iniciales a la escritura. Pero el participante en un taller debe de estar enfocado en encontrar y forjar su propia voz, y en mejorar su capacidad creativa, de tal manera que no necesite partir de estímulos externos, sino de los llamados y los impulsos de su propia conciencia.
Escribir es hermoso, pero los desafíos son duros, y un escritor no sólo va a necesitar talento y pasión por la literatura, sino también iniciativa y fuerza de voluntad para producir obra. En el verdadero oficio encontrará desafíos y aprenderá cómo enfrentarlos, pero sin necesidad de depender de nadie, excepto de los maestros que lo acompañan desde la lectura de los clásicos. Sólo así, en soledad, un escritor puede fortalecer su necesidad expresiva y hallar la plenitud de conciencia que necesita para escribir con plena libertad.

JORGE ÁVALOS (1964). Escritor y fotógrafo salvadoreño, editor de la revista La Zebra. Como cuentista ha ganado los dos premios centroamericanos de literatura: el Rogelio Sinán de Panamá, por La ciudad del deseo (2004), y el Monteforte Toledo de Guatemala, por El secreto del ángel (2012). En 2009 recibió el Premio Ovación de Teatro por su obra La balada de Jimmy Rosa. En 2015 estrenó La canción de nuestros días, por la que Teatro Zebra recibió el Premio Ovación 2014. Su obra narrativa aparece en varias antologías de cuento, incluyendo: Puertos abiertos, editada por Sergio Ramírez (Fondo de Cultura Económica, México, 2012); y Universos Breves, editada por Francisca Noguerol (Instituto Cervantes y Editorial Cobogó, Brasil, 2023). En El Salvador ha ganado cinco premios nacionales de literatura en las ramas de cuento, ensayo y teatro.


