Allan Barrera: «El barrio» (poesía)

Retratos de San Salvador, una ciudad fragmentada y dolorosa, por un joven poeta salvadoreño.

Allan Barrera
Introducción y selección de Luis Borja
Arte de Rosa Mena Valenzuela
La Zebra | # 90 | Junio 11, 2023

I. Introducción

Luis Borja

Allan Barrera es un poeta que hace uso del surrealismo para presentarnos una ciudad fragmentada y dolorosa. Cuidadoso con el ritmo y el lenguaje nos da un golpe onírico a la nostalgia. Su cronotopo es un destino terrible para el poeta: San Salvador. La infancia, marcada por la vida en el barrio, recrean al sujeto fragmentado y nostálgico.

La posguerra se nos presenta a Los desheredados de la historia, como una brisa de la muerte, como una zozobra de la vida y como un silencio. Somos el musgo de la historia que la historia no registra, dice Allan.

El poema Autorretato del centro de San Salvador nos envuelve en su prosa poética, para presentarnos a esa capital en cuya memoria tiene las avenidas llenas de sangre. Este poema nos hace esa fotografía, solitaria, cruel, callejera, tan llena de hastío y muerte que nos ha dejado la posguerra.

II. Poemas

Allan Barrera

Los desheredados de la historia

Aquí estamos todos juntos
con el alma contraminada por la brisa de la muerte
recostados en el frío de la angustia en una banca rota del olvido,
con el silencio de clase detrás de la garganta,
con el silencio de las sombras contemplando el horizonte
desterrado de nosotros solos,
indescifrablemente solos para enfrentar
la zozobra de esta vida,
y la luz amarga que hay detrás del silencio que nos toca.
Aquí estamos en la hora precisa de la llaga exacta
somos el musgo de la historia que la historia no registra
por nuestras venas circulan antiguos
juramentos y promesas heridas
somos los fragmentos de la noche lenta del naufragio
Aquí estamos recostados en el viento cotidiano de la miseria
rodeados de ángeles horribles que caminan como el hambre.
con la pólvora en la frente y el pan de la angustia
con el país estancado en el pecho como una estaca de llanto
con el equipaje de diminutas alegrías y afectos postergados
solos, frente al oscuro poso del tiempo sin fondo
suspendidos en la niebla del fantasma
asesinado que recorrió Europa
encerrados en la fisura del júbilo silente que
media entre el cosmos y la basura
desde aquí podemos contemplar el río cargado con odio
desde aquí podemos despedirnos de nosotros mismos.
Y mirar esa gloria que moja la noche
como el sueño más antiguo de una inmensa
calle que da al vacío.

En el barrio

Cuchillos, hermano,
eso es lo que ahora somos,
y lo primero que tus hijos encontrarán
desconsolados
al mirarse detrás del alba.
Ellos tienen los ojos hambrientos
y la panza llena de miedo.
Pero algún día,
cruzarán el umbral del fuego
¡Igualito que vos! ¡Igualito!
Acostúmbrate, hermano,
de eso se trata la penumbra.
Así funcionan las fauces de nuestros sueños,
un día sin pensarlo te caés
de la esperanza más alta
la más concreta de todas
y ya no hay retorno, ya no.
Te despertás cansado
en la humedad del silencio,
con el corazón lleno de plomo
y los relojes ennegrecidos.

Nada que perder

Poeta:

San Salvador es un destino terrible,
incluso para los muertos que habitan el silencio
de nuestros sueños. Incluso para nosotros
que ya no tenemos nada que perder
ni siquiera la angustia

nada.

La desintegración

Eso es lo que soy
el milagro de una enfermera triste
y el sueño de un motorista de buses errantes.
Nací en noviembre, con las alas recortadas del corazón
frente a la indiferencia de los arcoíris en los parques
y los crepúsculos fracturados de San Salvador.
Tenía yo un soplo metafísico de melancolía en la mirada
tenía en el pecho una soledad ancestral.
La soledad –sabes–
es como una hemorragia que llevo dentro,
no se cura con la multitud. La soledad
se cura con estrellas fugaces en la garganta
se cura con escritura y alcohol.
Recuerdo bien el centro –sabes–
ese río de sueños estancados en el asfalto
esas miserables calles llenas de sangre
esos miserables pantalones rotos.
Yo soy de ahí
de ahí me vino este perfume de lo abyecto
esta líquida arquitectura que brota de la palma de mi mano,
esta piel y este frio
con que interrogo al mundo,
mi pavor de nacimiento.

El fondo está herido

Este no saber qué ocurre con el frío de los muertos que aún no viven
Este diálogo póstumo de ceniza que mantengo con los vivos
Aquello que no he sido y me repetí sincero en el espejo
El reloj que murió de tristeza en mi confianza y desató
los rostros de mis rostros en el filo de dios.
Aquel corazón sin alas que hice mío sin abrazar al mundo
La madre de mi voz que susurra en mi geografía del olvido
aquella música desierta cantada en el centro de mis sombras.
Todas las cosas sobrevienen desconsolada
Vuelven hacia mí por la cavidad de la noche
Vuelven a cruzar el silencio como islas irrepetibles.
¡Qué importa el lugar donde se pone el alma!
cada recodo que recorro -el más acá o el más allá
sólo un lenguaje de sombras malgastadas
un racimo de pequeñas muertes encendidas.
Adiós estatuas apagadas,
adiós paredes ciegas que no me verán crecer,
adiós brazos vacíos y humedad en la nostalgia
adiós mayúscula ternura infante.

El barrio

El barrio lo llevas dentro
como una niebla disparada en el rostro
como un olor a pólvora que nunca se te quita.
Te emborrachas arriba y te despiertas abajo
Ellos regresan a sus sueños
pero tú quieres salir del fuego de tus ojos
a explorar la noche, la ciudad y los rostros,
y conocer los pájaros verdaderos
que nadan en el agua de la madrugada.
El barrio lo llevas dentro
como un olor a mierda grabado en el alma
como la melancolía que nace de tu espalda.
Te sueñas arriba y te despiertas abajo
en el callejón de los sueños sin retorno.
Te duelen los niños y sus manos llenas de hierro
te duele el sonido del plomo a las 3 am.
El horror sigue creciendo de este lado del silencio.

Autorretrato del centro de san salvador

Aquí voy, en esta ciudad sin frío anterior a la muerte, caminando con la sombra llena de estiércol, en esta ciudad donde nuestros corazones se desgarran y rechinan por las calles y las avenidas llenas de sangre. Aquí voy con los bolsillos rotos, en medio de esta soledad espiritual, difícil de calcular con una máquina de calcular el sufrimiento de los pájaros agoreros en el cielo de los países olvidados.

Aquí voy, en dirección contraria de los ángeles caídos en las azoteas de las iglesias, cruzando parques y mirando fríamente a los ojos de esta multitud de almas contraminadas por el sufrimiento de los relojes y la crueldad de las fábricas y las oficinas. Yo soy de aquí, conozco los movimientos telúricos de este cielo tan pesado. Mis hermanos me enseñaron a orinar en esta hoguera lúgubre, cuando yo era una brisa menor junto a la noche en el viento de la catástrofe. Todos mis fantasmas natales también pertenecen a estas calles. Acabo de ver a mi madre cuando tenía 14 años, sentada en la plaza cívica junto a su hermana menor envejecida, y me he puesto a llorar irremediablemente por ella en una ventana de la Biblioteca Nacional, adonde apoyé mis codos en el universo de una noche eléctrica para contemplar el río Acelhuate que se desbordaba, majestuoso de su cauce, como un tren desorientado en el horizonte, como un Dios desnudo y frío en el momento en que Narciso se ahogaba en sus propias lágrimas. Y me pregunto ¿cuántas cosas, lugares y rostros que este río se ha llevado desde aquel 23 de noviembre celebrado en el alma? el Hula Hula, la fotografía que me heredaron mis padres, el lápiz que olvidé en mi garganta, niños con formación de tormenta en el pecho, la Tutunichapa, El Oso, la esquizofrenia de mi hermano, la Málaga, las muchachas con olor a charco en el corazón, el indigente que resultó ser Ulises, el reino de tu mirada-el brillo de tus ojos, aquellos recuerdos de amigos muertos bajo el agua, los taxistas, la anciana que vendía crack en la madrugada, el intestino grueso, la religión católica, el ropero de mi abuela, los clavos de Cristo, la orina de Manyula, el Belloso, las cicatrices del Zurita, el cine México, los mariachis, los portales de la Dalia, las llagas de tus labios, la paranoia, las piscuchas, los crepúsculos fracturados, San Jacinto, el trovador, los arcoíris negros, el café caliente, la parada del Apolo, el reloj que me arrancaron del brazo, el privilegio de no ser nadie, los mataniños en el desayuno, la piedra que nunca fume en la Praviana, el parque Libertad, las prostitutas, la bicicleta que me robaron del alma, la primavera llena de zozobra, las calles humedecidas, los cagaderos en los parqueos, las novias que nunca quisieron, las novias que nunca quise. Tantos signos, tantos rostros, tantas noches que fluyen y fluyen y se van escondiendo en el desagüe de los sueños de mi memoria, como el frío de la ausencia que los muertos van dejando en los autorretratos colectivos y familiares, o como este vomito metafísico y cansado que brota desde lo más hondo. Las cosas vuelven, las cosas se van, el tiempo fluye como un paisaje roto, el caos circula por tu corazón, el río arrastra consigo recuerdos nocturnos que arden en mi espíritu, la vida es un fuego lleno de incertidumbres que gira y arde y gira adentro de nosotros. Los indigentes emergen vomitados de la historia y en la noche mueren, se mueren, pero sus voces se entierran en las nuestras; escalan el silencio y el sonido de la noche, y siguen ahí, habitando por nosotros el remolino de la sangre en el asfalto, habitando el tísico augurio en el alcohol de nuestros días.


ALLAN BARRERA (El Salvador, 1985). Licenciado en Letras y Maestría en Estudios de Cultura Centroamericana en la Universidad de El Salvador. En 2019 ganó el VII Premio Centroamericano de Cuento Carátula con “2 de noviembre”, “un relato de una vida entera en 13 páginas, una historia de duelo que funciona como el negativo de una fotografía”, según el Acta del Jurado. Ha ganado dos premios nacionales de poesía en el sistema de juegos florales de El Salvador, en 2014 con Los paraísos de la desolación, y en 2015 con Fragmentos del insomnio. Actualmente reside en México.

Esta selección de poemas de Allan Barrera y el comentario de Luis Borja aparecieron originalmente en la antología Subterránea palabra (THC Editores, San Salvador, 2016).