Un ensayo que cuestiona la idea del escritor como figura heroica.
Jorge Ávalos
La Zebra | # 100 | Diciembre 1, 2024
Yo seré tu antihéroe. No te salvaré. No seré ni tu maestro ni tu guía. No te ayudaré a escapar ni a encontrar la salida. Seré una voz presente, apenas. Seré un cómplice discreto, solamente.
Allí estaré cuando caigas y no extenderé mi mano para levantarte, pero yo seré el testigo de cómo te alzaste de nuevo. Esto lo diré de mil maneras por medio de la escritura: con una escena que te deje sin aliento; con un silencio audaz entre dos palabras exactas; o con un lúcido giro de frase que querrás recordar para el resto de tus días. Lo cierto es que, de alguna manera, ese incidente que te humilló ya estará entre las líneas de un poema o en la trama de un cuento fantástico que escribí antes de que cayeras.
Te preguntarás, entonces, ¿cómo supe que caerías? No importa cómo lo supe, a decir verdad. Caer es de humanos. Levantarse, también.
Lo único que debes saber es que yo estaré ahí, contigo.
Es posible que no creas en la existencia de los testigos secretos de tu dolor o de tu miseria.
Te comprendo. Esa clarividencia emocional de un autor, ¿cómo es posible? Y esto de creer que las intuiciones de un autor pueden presagiar, con una precisión inaudita, tus propios sentimientos, ¿no es algo así como creer en ángeles o en fantasmas?
Déjame hacerte una confesión. Hace muchos años me enfrenté al horror de mi propia humanidad. Yo, que era incapaz del odio, nutrí un desprecio inaudito contra una vieja mujer. Hablo de la señora que me alquilaba una pieza minúscula cuando yo era un adolescente inmigrante en los Estados Unidos. La vieja mujer sabía que yo era ingenuo y vulnerable en ese entonces, y le encantaba atormentarme. Un día concebí la idea de matarla. Era una idea, nada más, pero allí se mantuvo, insistente, esa noción intrusa, candente, en mi pensamiento por varios días.
Una noche llegó a mis manos una novela de Dostoievski titulada Crimen y castigo. Una coincidencia tan fortuita como esta puede parecer inverosímil, pero en verdad me ocurrió. En la novela, como bien sabes, un hombre mata a una vieja usurera, en un acto brutal, tal y como yo lo había imaginado contra la mujer que me atormentaba.
Mientras yo leía, Dostoievski estaba allí, presente, y me observaba con atención. Yo temblé, estremecido hasta la médula, mientras leía el pasaje que relata el crimen del protagonista.
Dostoievski puso su mano en mi frente y me dijo: “Tienes fiebre, muchacho. Acuéstate. Descansa. Toma mi mano y no temas más. Tú serás uno de los nuestros.”
Así reposé al fin, con mi mano en la suya.
Uno de los nuestros.
Era verdad. Más que un llamado, esta fue la señal de una misión inescapable.
El don de la palabra no es una vocación. Es una obligación extraña y misteriosa. Muchos son los llamados, y muy pocos los elegidos.
Detrás de la máscara del odio está la verdad del ser. Nadie se quiere arrancar la máscara y enfrentarse a ese rostro expuesto, a la verdad de su ser desnudo y vulnerable, pero hay que crear la oportunidad para los que pueden hacerlo. Sólo la palabra del que sabe crear un umbral a la exploración profunda de la propia conciencia lo puede hacer.
Esto es lo que hago. Esto es lo que debo hacer.
Nada me es ajeno. Yo tengo un alma expansiva, y en mis contados días amo al humilde y al humillado. Pero cuando corro descalzo entre los perseguidos, también cabalgo con el conquistador y empuño en alto la espada. Y cuando me oculto en el ático, huyendo de los nazis, debo ser también el soldado que destroza la puerta. En el arte de la imaginación, al forjar la palabra, debo ayudar a matar al asesino para salvarte de él, debo descubrir la santidad de la vida aún en aquél que la desprecia. No puede ser de otra manera. Mi compasión es incondicional. Yo sólo necesito ser fiel a la verdad. La indignación hacia el mal te la dejo a ti.
La intuición poética nace con el descubrimiento de la belleza, pero es a partir del asombro que la conciencia descubre su vocación de forjar una respuesta en el fuego de la palabra. Es con la poesía que aprendemos a ejercitar nuestra admiración por la belleza en el mundo. Eso es, en esencia, la literatura: una ejercicio de admiración.
Somos como el pigmeo que saluda el arcoíris alzando su arco hacia el cielo.
Somos como la niña indígena que ve a un venado por primera vez y sabe que es un árbol el que se ha echado a andar.
Somos como el guerrero herido de muerte que ve un pájaro en el cielo azul y con el último de sus alientos susurra la palabra “gracias”.
Yo había sido elegido, y a esto estaba predestinado: a ser tu antihéroe.
Yo conozco tu dolor y tu alegría. Los aspectos más secretos de tu mente ya están en mi conciencia. Aunque no lo creas, siempre estuvieron allí, latentes. Por eso puedo decirte: todo ese malestar en tu vida, o toda esa incomprensión, o esa terrible soledad, no la evadas. Acepta esa emoción. Siéntela en toda su terrible verdad. Vívela intensamente. La vas a necesitar cuando me encuentres.
Estaré en el libro, en la página, en el verso, en la frase o en la palabra precisa que alguien habrá de recordarte. Y estaré para ti. Y no, no seré yo el que te salve. Ni seré tu maestro ni tu guía. Todo eso lo harás tú, en la soledad de tu conciencia, cuando lo que no tenía sentido hasta entonces al fin lo tendrá. Yo sólo sé que lo puedes hacer, y que podrás hacerlo cuando sea justo y necesario.
Entonces seré, acaso, una voz amable, una mirada sensible y una presencia determinante, aunque fugaz.
Yo seré para ti, y tú lo sabes, lo único que estoy destinado a ser: yo seré tu antihéroe.
Yo te haré sentir con claridad. Yo te permitiré observar la verdad sin miedo. Yo te ofreceré la oportunidad de admitirte, al fin, tu propia humanidad.
Y estaré ahí, para ti, porque yo también te necesito. Necesito tu mirada y tu atención, tu dolor y tu miedo, tu alegría y tu asombro, tu sentido de compasión y tu inteligencia plena, y sólo para que te reconozcas en mí, porque yo seré como la luz en el espejo, irreal hasta cierto punto, pero capaz de iluminar tu conciencia en el único sentido que importa, porque ya no tendrás miedo de mirar al ser que se esconde detrás de tus ojos.
Yo seré tu antihéroe.
Y tú, después de acercarte a mí y leerme, tú serás todo lo que puedes ser: serás un alma que se puede leer a sí misma en un espejo; o serás una verdad trémula como un dios ante su propia imagen; o, ya convertido en un héroe o heroína, serás, al fin, un ser advertido a tiempo de su luminosa fragilidad, de su hermosa condición de ser humano.
JORGE ÁVALOS (1964). Escritor y fotógrafo salvadoreño, editor de la revista La Zebra. Como cuentista ha ganado los dos premios centroamericanos de literatura: el Rogelio Sinán de Panamá, por La ciudad del deseo (2004), y el Monteforte Toledo de Guatemala, por El secreto del ángel (2012). En 2009 recibió el Premio Ovación de Teatro por su obra La balada de Jimmy Rosa. En 2015 estrenó La canción de nuestros días, por la que Teatro Zebra recibió el Premio Ovación 2014. Su obra narrativa aparece en varias antologías de cuento, incluyendo: Puertos abiertos, editada por Sergio Ramírez (Fondo de Cultura Económica, México, 2012); y Universos Breves, editada por Francisca Noguerol (Instituto Cervantes y Editorial Cobogó, Brasil, 2023). En El Salvador ha ganado cinco premios nacionales de literatura en el sistema de Juegos Florales, en las ramas de cuento, ensayo y teatro.
