Rubén Darío / Román Mayorga Rivas: “Los dos amores” (poesía)

En este sorprende diálogo poético en El Salvador de 1882, Rubén Darío y Román Mayorga Rivas, dos autores nicaragüenses, debaten las diferencias entre “el amor de los campos” (Darío) y el “el amor de los salones” (Mayorga Rivas).

Rubén Darío / Román Mayorga Rivas
Nota de introducción de Jorge Ávalos
La Zebra | #3 | Marzo 1, 2016

En este sorprende diálogo poético en El Salvador de 1882, Rubén Darío y Román Mayorga Rivas, dos autores nicaragüenses, debaten las diferencias entre “el amor de los campos” (Darío) y el “el amor de los salones” (Mayorga Rivas). En los países centroamericanos, este debate henchía los pechos de los poetas y eventualmente dividiría al movimiento modernista porque, en el fondo, es sobre las distancias entre una poesía que pinta el paisaje y los seres en su entorno natural, versus aquella poesía que habla sobre costumbres culturales importadas de Europa. Aunque data de 1882, este poema colectivo apareció publicado casi tres décadas después en el suplemento literario dominical de Diario del Salvador, entonces el periódico más importante de El Salvador, fundado y dirigido por Mayorga Rivas: “Diálogo escrito por Román Mayorga Rivas y Rubén Darío y recitado por sus autores en el Teatro Nacional de San Salvador, en la velada lírico-literaria de la Academia La Juventud, 15 de septiembre de 1882”. Revista Diario del Salvador, Tomo I, Nº 8, San Salvador, 1910, p. 118.

Jorge Ávalos

 


Diálogo

escrito por

Román Mayorga Rivas
y Rubén Darío

y recitado por sus autores en el
Teatro Nacional de San Salvador,
en la velada lírico-literaria de la

ACADEMIA DE LA JUVENTUD

(15 de septiembre de 1882)


Rubén

Román, nuestros corazones
ven de amor distintos lampos…

Román

Sí. Tú el amor de los campos,
yo el amor de los salones.
Es cierto que en el retiro
de alguna selva callada,
goza el alma enamorada
en exhalar un suspiro;
pero en medio de la fiesta
y el compás de alegre danza,
se ve brillar la esperanza
en una noche como esta.

Rubén

Concedo que en el salón
el alma también suspire,
y allí es propio que delire
con locura el corazón;
mas tú no me negarás
lo que mi labio asegura:
el salón, fuego y locura;
el campo, contento y paz.
Aquí en suma plenitud
el bardo goza y se inquieta,
y allá el alma de poeta
vive en plácida quietud.

Román

No he de huir de la ciudad,
porque también aquí habita
aquella diosa bendita
que llaman felicidad.
Aquí en fervientes excesos
en la inquietud se hallan calmas,
y se confunden las almas
con el calor de los besos.
Al fulgor de las bujías
y al brillar de los espejos,
se ven lucir, a lo lejos,
misteriosas simpatías;
y el acorde de los pianos
las almas todas se engríen,
mientras los labios sonríen
y arrancan notas las manos.
Aquí, en dulce devaneo
a la belleza admiramos,
y extáticos contemplamos
a una Julieta, a un Romeo;
y en vagarosa ansiedad
vivimos aquí sonriendo
con la música, el estruendo
de la ruidosa ciudad.

Rubén

Pero el amor resplandece,
con un fulgor más sublime,
bajo el ramaje que gime
de un naranjo que florece.
Pasan corriendo las horas
apacibles y serenas,
cual corren en las arenas
las linfas murmuradoras.
Allá los enamorados
viven en dulce alegría,
poblada su fantasía
con mil sueños sonrosados.
Están sin penas ni agravios,
entre tímidos sonrojos,
con la ternura en los ojos
y la sonrisa en los labios;
en cada hoja que se mueve
y del viento en cada suspiro
del agua ondulante y leve,
creen oír blando rumor,
misterioso, indefinido,
que les murmura al oído
todo un poema de amor…

Román

¿Amor? Amor tú verás
traducido en cada nota,
que el arpa temblando brota
con armonioso compás;
su magia tú sentirás
cuando en el baile, Rubén.
Recline en tu hombro la sien
una mujer, indecisa,
mostrándote en su sonrisa
la poesía del Edén.
¿Amor?… Cuando en confusión
de luces, ecos y flores,
con sus prismas dan colores
las arañas del salón;
cuando la imaginación
se confunde y se recrea,
al ver la gasa que ondea
con abandono prendida,
al ver la alfombra mullida
y el pebetero que humea;
cuando la música rueda
en tropel manso y sonoro,
que de mil cítaras de oro
el rítmico son remeda;
cuando se arrastra la seda
crujiente de los vestidos;
cuando rostros encendidos
y ojos que brillo derraman,
los corazones inflaman
y enardecen los sentidos;
y las lámparas redondas
que aprisionan luces bellas
derraman lluvia de estrellas,
alumbrando tenues blondas;
cuando perfumadas ondas
llegan la frente a besar,
y en el alma a despertar
deseos vagos, sin nombre,
que tan solo siente el hombre
y no los puede expresar;
cuando una sonrisa suma
de unos labios sonrosados,
se esconde tras los calados
de un abanico de pluma;
cuando entre encajes de espuma
se envuelven formas de ondina;
cuando el alma se ilumina,
y encendida, absorta, inquieta,
la inspiración del poeta
vuela a una región divina;
entonces, esos rumores,
esas sonrisas y espumas,
esas complacencias sumas
con que sueñan los cantores;
esos rosados albores,
ese enjambre seductor
de luz, aroma y color,
y ese extraño y dulce anhelo,
son los efluvios del cielo
¡que los condensa el amor!
Porque el amor se engalana,
arde, se mueve y palpita,
donde quiera que se agita
la congregación humana.
La guitarra castellana,
el son de la guzla mora
y la cuerda vibradora
del dulce Aberle y de Olmedo[1],
traducen, en ritmo ledo,
de amor la voz seductora,
cuando allá en la noche obscura,
con su cítara de plata
llega a dar su serenata
un trovador sin ventura,
con inefable ternura,
sus notas al viento deja,
y al preludio de su queja
en el balcón donde canta,
oye una voz que le encanta,
al través de aquella reja.
Y esa voz, esa expresión
ardiente y entrecortada,
vaga y trémula, escapada
de un femenil corazón,
viene a aumentar la ilusión
con su tierna vaguedad,
y en la dulce intimidad
que se goza en esta cita,
se ve que también habita
tierno amor en la ciudad.
Ese afecto sin igual
también aquí domicilia,
para formar la familia
y mantener la moral;
como en el campo, inmortal
purifica y regenera,
germen de luz hechicera
de su seno se desprende,
y con sus llamas enciende
a la humanidad entera.
De este amor la esencia tiene
mucho de grande y fecundo,
y el equilibrio del mundo
con fuerza vital mantiene;
en sus misterios contiene
luz, armonía y placer…
¡Qué irresistible poder!
¡Cómo embriaga y enajena!
¡Y cómo al hombre encadena
a los pies de la mujer!…
Ya ves que a los corazones
que moran en la ciudad,
les brinda felicidad
el amor de los salones;
vienen bellas ilusiones
en tropel encantador
a iluminar el dolor
las tristes noches obscuras,
¡pues es fuente de venturas
infinitas este amor!…

Rubén

Pues amor del campo, mira:
¿Has oído alguna vez,
cómo en bosques de ciprés
un arroyuelo suspira?
¿Y no has visto cómo gira
la inconstante mariposa,
volando de rosa en rosa,
y ciega, sin tino y loca,
el cáliz apenas toca
con el ala temblorosa?
¿Has visto de la arboleda,
en el follaje tupido,
de dos tórtolas el nido
que acaricia el aura leda?
¿Y no has visto cual remeda
tiernos suspiros la fuente,
que moja con su corriente
la verde, mullida grama
que de espuma se recama
al crepúsculo naciente?
¿Has oído la armonía
misteriosa de los montes,
el trino de los senzontes
al despertar claro día?
¿Has mirado la poesía
del valle, de luz escaso,
cuando el sol baja al ocaso?
¿Y has oído el aura pura
que parece que murmura
églogas de Garcilaso?
¿Has mirado a las abejas
libando miel del rosal,
y has escuchado al zorzal
lanzando al aire sus quejas?
¿Has visto flotantes rejas
que de juncos y espadañas
se tejen entre las cañas,
entre verdes carrizales,
y cual sube en espirales
el humo de las cabañas?
¿Has visto tú la majada
como en el llanto retoza,
cómo juega y se alboroza
del pastor a la llamada?
¿Y no has visto en la enramada
esas gotas diamantinas
que en las flores purpurinas
están la luz reflejando,
y las desprenden, volando,
bandadas de golondrinas?
¿Has visto tú en la pradera
cómo a admirarla convida
una apacible y florida
mañana de primavera?
¿Cómo tímida y ligera
la cervatilla inocente
en el agua de la fuente
apaga la abrasadora
sed y corre sin demora
hacia el boscaje, impaciente?
¿Has visto en noche serena
reflejarse en la laguna
la blanca luz de la luna
de melancolía llena?
¿Has mirado a la azucena
que se cubre de rocío?
¿Has oído el manantío
que producen, confundidas,
Náyades adormecidas
sobre las ondas del río?
¿Y no has mirado lucir
de agreste cerro en la falda,
los cambiantes de esmeralda,
los cambiantes de zafir?
¿Has escuchado el gemir
de la amorosa torcaz
allá en la selva feraz,
donde el silvestre murmullo
se confunde con su arrullo
como símbolo de paz?
¿Has mirado al brillo puro
del sol, en días de calmas,
como estremecen las palmas
su retoño verde oscuro
con movimiento inseguro?
¿Y has sentido el sin igual
soplo de ambiente otoñal,
cuajado de mil aromas,
al perderse entre las lomas
susurros de cocotal?
Pues esos tiernos cantares,
y murmurios y sonrisas,
y quejas de blandas brisas
y susurros de palmares;
de los verdes olivares
los melódicos rumores,
y esas palabras de amores
que dicen en tonos suaves
las espumas a las aves
y las aves a las flores;
ese himno que al cielo eleva
naturaleza sonriente,
como un idilio elocuente
que dulces cadencias lleva;
esa magia que renueva
en las almas el ardor,
y que le inspira el Creador,
nos muestra en su eterno bien,
que es reflejo del Edén
de los campos del amor.
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Amor del campo, armonía
de crepúsculos y fuentes…

Román

Amor del salón, lucientes
fulgores del mediodía…

Rubén

Dos rayos que Dios envía
de su fulgente diadema…

Román

Guíalos fuerza suprema,
y en la mundana penumbra…

Rubén

¡El uno apacible alumbra
y el otro, radiante quema!

 

dialogo-dario-mayorga_rivas.JPG

 


[1] Giovanni “Juan” Aberle (1846-1930) y Rafael Olmedo (1837-1899), dos músicos salvadoreños del período romántico.