José Calixto Mixco: «Memento Mori» (poesía)

La decadente poesía inédita de uno de los más precoces modernistas, obsesionado con la muerte.

José Calixto Mixco
Introducción de Jorge Ávalos
La Zebra |
#7 | Julio 1, 2016

I. Introducción

Jorge Ávalos

El precoz poeta salvadoreño José C. Mixco (1880-1901) se convirtió en una leyenda tras su suicidio a los 20 años de edad. Celebrado por los románticos como un héroe trágico, Mixco fue, en realidad, un enemigo del espíritu romántico y de los ideales estéticos que sus poetas profesaban. Al tanto de las últimas corrientes de la poesía francesa, perteneció al grupo de los “decadentes”, los pioneros de la primera etapa del modernismo, que en lugar de celebrar las bellas artes europeas, la civilización y la belleza, escribieron con fascinación sobre la muerte, la degradación, el sexo y las drogas. Su “Fragmento oriental”, en el que se representa a sí mismo como un fumador de opio junto a una odalisca, fue escrito a los 15 años de edad; ésta y muchas otras estampas del oriente no eran más que fantasías, pues nunca viajó más allá de la región. Uno de los datos más extraños que se conocen de Mixco es su inclinación necrofílica: “Mientras vive en Guatemala, Mixco desarrolla la costumbre de visitar velorios de muchachas adolescentes a las que describe después en versos fúnebres, como si hubiesen sido sus propias amantes fallecidas” (Jorge Ávalos, “Los decadentes”, 2015). Sus avisos fúnebres —esquelas y cinerarias—, son descripciones poéticas de adolescentes vírgenes y pálidas en sus lechos de muerte, que él concebía como altares de adoración. En 1898 publicó en Guatemala su único libro de poesía, en una edición de lujo: Miniaturas, el primer volumen de una colección de literatura “Modernista”. Con excepción de “Página de dolor” y “Musa postrera”, los poemas a continuación son inéditos, rescatados de publicaciones periódicas guatemaltecas y salvadoreñas del siglo XIX.

II. Memento Mori

Poemas de José Calixto Mixco

Página de dolor

La vi pasar con indecible angustia
en el blanco ataúd; pálida y fría
como una rosa mustia,
iba la niña que admiré yo un día
hermosa y arrogante y seductora,
la niña soñadora
que llena de ilusiones y delirios,
avasallando juveniles almas,
daba envidia, por grácil, a los lirios,
por esbelta, a las palmas…

¡Y pensé con espanto inexplicable
y abrumadora angustia
viendo a la niña blanca y adorable
un día, ahora macilenta y mustia
cual una rosa por el cierzo herida,
en todo lo mudable de la suerte,
en la terrible lucha de la vida
y en la serena calma de la muerte!

Cineraria

A la señorita Aída Carrera

Con tu rostro de virgen,
pálida y hechicera,
partiste a las regiones misteriosas
donde el reposo y el silencio imperan.
Ya no en el esplendor de tu hermosura,
—¡oh blanca y dulce reina!—
te hemos de ver los que admiramos siempre
tu angelical y púdica belleza.
Has cruzado la Estigia,
de procelosas ondas plañideras,
en las que riela la Selene mustia
su luz suave y dantesca.
Ya no habrás de volver, ya nunca, nunca
sentirás otra vez la honda tristeza,
la nostalgia del viaje sin retorno…
¡Nívea y vernal caléndula,
hoy florecida en el remoto Elíseo,
dominio de la eterna primavera,
estancia de felices soñaciones
a donde mora la lejana Electra!

Marzo 5, 1898.

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Fragmento oriental

Al joven poeta Isaías Gamboa H.

¡Ven, graciosa odalisca, ven!

¡Dame una cucharadita de hatchis! El príncipe Ahmed me ha mandado esa pasta deliciosa en una copa de pórfido; yo le he enviado las gracias, por medio de mi esclavo favorito, y un barril de Champaña, en pago de la felicidad con que me obsequia.

Después, tomarás tu pandero para bailar frente a mí, a la andaluza.

¿Sabes por qué me gusta verte danzar de esa manera? Te lo diré: cuando te veo así, sueltos tus cabellos azabaches, sonrientes esos tus labios que piden un beso, fijos en mí tus negros ojos; ejecutando ese gracioso baile, me acuerdo de Salvador Rueda, mi amigo.

¿No lo conoces, verdad? Es un poeta, nacido en Andalucía, la Provenza española, un poeta que mientras vacía una copa de ajenjo o una caña de manzanilla, traza con su mágico buril, un madrigal áureo o un idilio rosado, un poeta, un soñador, que vive de ilusiones y de castillo aéreos.

* * *

Sí; dadme hatchis.

Quiero olvidar; vivir la vida del ensueño, quiero transportarme al paraíso mahomético; envuelto en vaporosa ilusión, hallarme entre las huríes.

¡Oh, no! Me basta contigo.

Mi barca ideal hendirá con su proa de oro, las olas de plata del mar de la felicidad.

Tú me acompañarás, graciosa odalisca. Beberé la miel de tus labios rojos.

Serás mi guía. A la par cruzaremos el puente temible y juntos nos sumergiremos en el río del olvido.

* * *

¡Ven, graciosa odalisca, ven!

Dame una cucharadita de hatchis.

¡Ven! ¡Ven! Que nuestras almas abrazadas
dejen la tierra, do lloré proscrito,
y crucen, por el vértigo llevadas,
cual Paolo y Francesca, el infinito.

San Salvador, mayo de 1895.

Caléndula

¡Oh, no lloréis por mí cuando yo muera!
El buque surto en aguas de lo eterno
no atracará jamás a la ribera
do termina las brumas del invierno.

¡Oh, no lloréis por mí, que en el olvido
tal vez se extinguirán las remembranzas
de tantas ilusiones que he perdido
de todas mis difuntas esperanzas!

¡Oh, no lloréis por mí! Tal vez un día
si en mi tristeza inagotable muero
me tenga compasión la dueña mía,
¡esa niña gentil que tanto quiero!

1899

Musa prostrera

Te fuiste. Siempre a solas con mi duelo,
aislado en mi nostálgica locura,
sentí, al desvanecerse tu hermosura,
sombra inmensa en el campo de mi cielo.

Yo sé que triste, el ignorado anhelo
que en mi enfermizo corazón perdura
no alcanzará, en mi inmensa desventura,
¡ay! ni un poco siquiera de consuelo.

Si a tu lado me ves y estoy risueño,
si no sabes las penas que devoro,
yo el amador errante del ensueño;

en secreto mis ansias atesoro,
¡porque te adoro con febril empeño
y no puedo decirte que te adoro!…

La muerte de Pan

Caía el Sol temblante entre áuricos destellos,
en plena tarde azúrea agonizaba el Sol;
y Pan vibraba triste, suavísima, siringa
cual sólo de nostalgia y en un tono menor…

Caía el Sol, caía —¡oh pálida tristeza!—.
Rodeábanle los cerros con notas de arrebol.
Diluido, parecía, en pleno ocaso ardiente,
un mágico derroche de luz auricolor…

Y Pan —el dios alegre, el fauno lujurioso—
que a tantas ninfas regias y blancas profanó,
tañendo su siringa, con dulce ritornelo,

en plácido desborde y henchido de pasión,
mientras el Sol caía, en pleno ocaso azúreo,
el pobre Pan de hondísima neurosis se murió…

Il dolce far niente ¹

Soneto japonés

Es una tarde triste. La niebla cubre a Kioto,
revuelan en lo alto famélicos halcones
y vibra la cigarra sus rítmicos bordones,
como en un aurino plectro, liróforo remoto…

En su sillón bordado, donde florece el loto,
junto al tapiz que adornan pictóricos jarrones,
en medio a pebeteros y a bibelots nipones,
grácil mousmé[2] se aduerme en su ideal ignoto…

Con su impalpable armiño, maravilloso y rico,
en canapé granate refulge un abanico.

Tienden el vuelo y suben en áuricas patrullas,
orlando el biombo oscuro, amarillentas grullas.

Y sobre aquel paisaje nostálgico y risueño
se cierne un soplo suave de delectante ensueño…

Del libro inédito Sonetos Áuricos
(nota del autor)

[1] El dulce ocio.

[2] Joven japonesa.

Mixco - Esquela de Azur