Josué Andrés Moz: «El sueño» (cuento)

Por las rutas de la evasión, llegamos a las pesadillas. Un cuento inédito de un poeta salvadoreño.

Josué Andrés Moz
Arte de Ronald Morán
La Zebra | # 74 | Febrero 10, 2022

El tío Félix era fanático de los golpes bajos. Me recordó, sin pensárselo demasiado, aquella vacación del 2004 en que llegué llorando a golpear a su puerta para esconderme de la balacera que ocurría en la cancha, a unas cuadras de su casa. Yo temblaba y había mojado mis shorts y parte de mis tenis.

En ese tiempo, la San Pedro era una auténtica zona de guerra. Aun después de que se firmaran los acuerdos de paz, tal como lo había dicho mi tío algunos minutos antes. Aquella tarde unos pandilleros interrumpieron el partido de la final, y pude ver cómo las primeras balas habían derribado a Fefe. Eso, y poco más, porque, sin detenerme a observar demasiado, estaba tirándome por la bajada a un lado de la portería, mientras intentaba dejar atrás el ruido de los balazos y los gritos de los asistentes al partido.

A las horas, cuando mi madre pudo llegar a recogerme, supimos por boca de la Niña Ani, que a Fefe le habían dado un total de 13 balazos en el pecho, y le habían grabado el número 10 de su camiseta de fútbol en la espalda. Todo parecía haber ocurrido porque en las semifinales contra el Santa Ritas FC el Federico terminó dándonos el gane, y metiendo 5 goles muy limpios en la portería enemiga.

«Vos no entendés de qué manera está mejorando todo. Estás muy clavado viendo lo negativo. Ya no ocurren esas balaceras, sobrino. Ya no ves lo que veías cuando estabas niño. ¿O sí? ¡Puta, ahora podés darte el lujo de salir y entrar a la colonia a la hora que querrás!, y mirá: allí tenés vivos a todos tus amigos».

Para cuando terminó de hablar, yo veía a mi madre buscando algún tipo de comprensión. Ella sólo quitó la mirada y, al estar a punto de soltar el más libre de mis insultos contra el tío Félix, sentí la mano ligera de mi hermano mayor.

«Calmate, vámonos por un cigarro», dijo Ale, y yo lo seguí.

Mi madre nos vio irnos calladamente, y tomó mi lugar en la mesa.

El resto de la noche preferí pasar junto a mi hermano. Él era tres años mayor que yo, pero eso ya me generaba respeto hacia él. Al rato, llegaron sus amigos. Estuvimos fuera algunas horas, bebimos, fumamos cigarros, y alguno de ellos (creo que Luis) llevaba marihuana. La novia de Ale me dijo que no fuera tímido, que ella se encargaba de que no se enojara mi hermano, y terminó por ofrecerme. Yo veía a mi hermano como pidiéndole permiso, y fingiendo que era mi primera vez con un puro. Él me miró con seguridad y asintió con la mirada. Reímos bastante, contamos algunas anécdotas etílicas, algunos hablaron de sus tropezadas carreras, mi hermano habló de cómo iba la grabación de su segundo corto, mientras su novia lo veía con un amor contenido, como si quisiera moderar su fascinación. El resto de sus amigos bromeaban diciéndole que al rato se olvidaba de ellos, que capaz al tener un poquito de fama y pasarse a hacer cine para Netflix o HBO, iba a volverse un auténtico arrogante y a ignorarnos por completo.

A 30 minutos de la media noche, subimos en grupo hacia la casa. El tío Félix se encontraba dormido, ebrio sobre la mesa. Mi madre veía televisión y mi tía Ceci comía hasta el cansancio. Entraron en fila los amigos de mi hermano, su novia, él y yo. Saludaron, rieron, rechazaron comida, atendieron al ebrio interrogatorio de mi tío cuando despertó por el ruido y, finalmente, tuvimos la tradicional rutina de los abrazos de año nuevo. Antes de irse, los amigos de Ale me invitaron para unirme a ellos en las horas siguientes, pues pasarían un par de días en la playa para celebrar la llegada del 2022. Yo rechacé la oferta y les dije que tenía otro viaje ya programado hacia la montaña, con algunos de mis amigos a quienes vería hasta la tarde, porque todos tuvieron que cubrir turno en el call-center. Ellos entendieron, me abrazaron y se marcharon de casa. Ale y su novia se quedaron un rato más despiertos conmigo. Tomamos el ron que me quedaba y conversamos hasta que nos ganó el cansancio. Alejandro marchó al cuarto de arriba con su novia, y yo me dirigí al mío. Una vez en la cama, no tardé nada en caer dormido.

*

Desperté alrededor de las 11:00 de la mañana. Mi madre me sirvió el recalentado y me dijo que Ale ya se había marchado a la playa. Esperé a mis amigos, me despedí de mi madre y mi tía y, casi por obligación, de mi tío. Abordé la camioneta de Elena y luego marchamos en rumbo intermitente hacia la montaña, pues en el camino hicimos lo típico: pasar a la gasolinera con Kevin y su novio para ir por las primeras cervezas del día, hacer una parada estratégica posterior en algún supermercado a mitad de nuestro destino, dividir las compras, hacer un importante censo de quién bebería cerveza y quién se uniría a la compra de botellas de ron y vodka y, por supuesto, hacer un par de paradas más por aquellos que necesitáramos orinar en algún tramo de la carretera.

Llegados una vez a la montaña, acampamos, conversamos, bebimos, lloramos recordando idioteces de infancia, fumamos, bebimos un poco más, e hicimos lo mismo que habríamos hecho de haber estado encerrados en casa. Por mi parte, las dos noches tuve poca comunicación con mi madre y mi hermano. Sabíamos muy bien que bastaba con escribir algún breve mensaje de buenas noches al WhatsApp de nuestra viejita, para informar que seguíamos vivos y continuar cada uno, tranquilamente, en nuestros asuntos. Yo cumplí esa regla al pie de la letra.

Volví a casa al tercer día. Jesucrísticamente, como le gustaba decir a mi madre. Ella me recibió contenta. Sin embargo, muy pronto la percibí incómoda, y al preguntarle qué ocurría, me dijo que Alejandro no había escrito ni llamado desde la noche anterior, y que, durante toda la mañana, al intentar contactarlo por redes, los mensajes aparecían como no leídos, y que, al tratar de llamarlo a través de línea directa, sonaba el típico: «El número al que usted ha marcado, no le puede contestar. Por favor: inténtelo más tarde. Gracias». Para intentar calmarla le dije que se relajara, que ya sabía que a veces se nos iba la mano bebiendo, y que, a lo mejor, se había desvelado, se le había descargado el celular y todavía a estas alturas del día seguiría dormido. Que estuviera tranquila, que pronto contactaba a alguno de sus amigos, o directamente a Silvia, la novia de Alejandro.

En las horas siguientes me vi en la infructuosa labor de escribir y llamar a cada uno de ellos. Llamaba a Alejandro, llamaba a Silvia, llamaba al resto de sus amigos. Les escribí por cada posible red social, y aparecían todos en la misma situación: desconectados de redes y con sus teléfonos apagados. La sensación, una vez llegada la noche, fue de náusea. Yo trataba de calmar a mi madre, y de mantenerme enfocado. A todo esto, el idiota de mi tío repetía cada estupidez que se le venía a la cabeza: que a lo mejor decidieron escaparse a otro país, que nada les podía pasar en estos tiempos, que era claro que debían estar bien y que quizá se ganaron una estadía más en la playa, que tal vez se habían calentado todos y habían decidido pasar otra noche más en alguna cabaña, que la Silvita esa se veía bastante alegre y que lo más obvio es que todos estaban disfrutando de su generosidad, porque sí, porque parecía bastante puta. Yo no tuve tiempo siquiera de procesar todo aquello, y le pedí que mejor se callara y se alejara, que no estábamos de ánimos para sus bromitas pendejas de pre-puberto. Él me vio como comprendiendo la altura de mi rabia, y salió de casa. No volvió durante toda la noche.

El resto de la madrugada me pasé repitiendo la rutina: llamar, escribir, llamar, colgar, escribir a amigos que consideraba cercanos de Alejandro o a amigas que veía comentar de forma recurrente las publicaciones de Silvia. Aquellas personas que no estaban dormidas a esas horas, me respondían que no, que no sabían nada. Yo estaba entre la náusea y el dolor de cabeza. Ante esto, resolví dormir un poco y seguir intentando a la mañana siguiente. Quizá se me ocurrirían otras opciones, o quizás, simplemente, Alejandro estaría de regreso en casa cuando despertara.

Terminé quedándome dormido en el sillón. Al ingresar al sueño: imágenes intermitentes de agujeros amplios en el suelo, segmentos borrosos de noticieros nacionales, luces provenientes de patrullas de policías, mi madre llorando junto a mi tía. La lúcida noticia de que han encontrado cinco cadáveres enterrados en un callejón de arena y piedra en una de las entradas a la playa de Grano Dulce. La vibración incesante del teléfono. La vibración incesante del teléfono. La vibración incesante del teléfono. El llanto de mi madre y mi tía. El teléfono. El callejón de piedra y cinco cadáveres repartidos en la arena. Cinco cadáveres en la arena. Las luces de la patrulla. El ruido de la patrulla. Mi madre junto a mi tía. La vibración incesante del teléfono…

*

Desperté. Desperté frío de manos y con el corazón desbocado. Respiración agitada y rostro adolorido. Tomé el teléfono y pude, con dificultad, leer: Sábado 1 de enero, 2022 // 11:08 a.m.

*

Tras los estragos del sueño, salí de mi habitación. Mi madre me preguntó qué me ocurría. Y bajo la lógica muy personal de sus creencias, decidí contarle todo para que nada de ello se cumpliera. Mi madre me abrazó largamente, fue a prepararme un plato de recalentado y aproveché a escribirle a Alejandro, a decirle que lo quería, a decirle que se cuidara. Inmediatamente recibí respuesta y me replicó que él también, que me quería mucho.

Las horas siguientes fueron de esperar a mis amigos que se atrasaron en llegar a casa. Tomamos rumbo hacia la montaña y realizamos las actividades habituales: pasar a la gasolinera con Kevin y su novio para ir por las primeras cervezas del día, comprar cigarros, de distinta marca para cada uno, hacer una parada estratégica posterior en algún supermercado a mitad de nuestro destino, dividir las compras, hacer un importante censo de quién bebería cerveza y quién se uniría a la adquisición de botellas de ron y vodka y, por supuesto, hacer un par de paradas más por aquellos que necesitáramos orinar en algún tramo de la carretera.

Llegados una vez a la montaña: acampamos, conversamos, bebimos, lloramos recordando idioteces de infancia, fumamos, bebimos un poco más, e hicimos lo mismo que habríamos hecho, de haber estado encerrados en casa. Por mi parte, al sentir todavía esa opresión en el pecho, decidí llamar a mi madre para reportarme. Ella muy agradecida contestó y se despidió. Luego decidí escribirle a Ale, sin embargo, no hubo confirmación por medio de Whatsapp. Ante esto, ingresé a línea directa: «El número al que usted ha marcado, no le puede contestar. Por favor: inténtelo más tarde. Gracias.» Repetí la acción y de nuevo: «El número al que usted ha marcado, no le puede contestar…»

Elena, que es bastante observadora, se acercó a mí. Yo estaba buscando mantenerme calmado, pero a lo mejor me veía muy descompuesto. Le conté qué ocurría. Le conté el sueño. Me dijo que era natural, que a ella también le agarraba a veces la angustia. Intenté contactar una vez más sin éxito y marché a dormir, tal como ella lo sugirió.

Al ingresar al sueño: la clara imagen de un agujero amplio visto desde el cielo, segmentos borrosos de noticieros nacionales, Elena abrazándome fuertemente, luces provenientes de patrullas de policías, mi madre llorando junto a mi tía. La lúcida noticia de que han encontrado cinco cadáveres enterrados en un callejón de arena y piedra en una de las entradas a la playa de Grano Dulce. Mis manos marcando el número una y otra vez. El llanto de mi madre y mi tía. El teléfono. El callejón de piedra y cinco cadáveres enterrados en la arena. Cinco cadáveres en la arena. Las luces de la patrulla, el ruido de la patrulla, mi madre junto a mi tía. La vibración incesante del teléfono. Cinco cadáveres enterrados en la arena.

*

Domingo 02/01/2022

 Lunes 03/01/2022

Martes 04/01/2022

«El número al que usted ha marcado, no le puede contestar…
por favor:
inténtelo más tarde.»

*

La mañana del jueves recibimos la llamada. Habían localizado la camioneta vacía de Luis. En horario estelar era posible escuchar: «Se encuentran cinco cadáveres enterrados en la arena, en las inmediaciones del kilómetro siete y medio de la playa Grano Dulce. Las primeras investigaciones indican presencia de contrabando en la camioneta en que se dirigía este grupo. Los supuestos pandilleros muertos fueron identificados como: (…)»


JOSUÉ ANDRÉS MOZ (El Salvador, 1994). Poeta y gestor cultural. Actual estudiante de la Licenciatura en Letras en la Universidad de El Salvador. Su poesía se ha publicado en revistas literarias y en antologías, dentro y fuera de su país. Ha publicado los poemarios: Carcoma (Editorial La Chifurnia, 2017); Pesebre (Editorial La Chifurnia, 2018); y El libro del carnero (La Ataraxia, 2021). Miembro fundador de THT. Miembro del equipo coordinador del Festival Internacional de poesía “Amada Libertad”, y director de los ciclos permanentes de poesía: “Los Heraldos Negros” y “La noche del Albatros”. Ha participado en el Festival Internacional de Poesía de Aguacatán (Guatemala, 2018), en el Primer Encuentro Centroamericano de Escritores Edilberto Cardona Bulnes (Honduras, 2018) y participó como ponente en el Primer Congreso Centroamericano de Literatura (USAC, 2019).