Pedro Geoffroy Rivas: «Para una antología de Oswaldo Escobar Velado» (poesía)

Un hermoso homenaje a la poesía, por uno de los grandes poetas salvadoreños del siglo XX.

Pedro Geoffroy Rivas
Ilustración de Carlos Cañas
La Zebra | # 87 | Marzo 11, 2023

“Para una antología de Oswaldo Escobar Velado”, del célebre poeta y antropólogo salvadoreño Pedro Geoffroy Rivas (1908-1979), apareció publicado por primera vez en el periódico Tribuna Libre, el jueves 3 de agosto de 1961, bajo el título: “Introito, justificación, coloquios y responso jubiloso en la antología poética de Oswaldo Escobar Velado”. Escobar Velado, un colaborador del periódico, había fallecido el 11 de julio de ese año, y el poema se publicó en su homenaje. En esta publicación primeriza el poema está anacrónicamente fechado en junio de 1961. Esto es o un error del autor o una errata del periódico. “Para una antología de Oswaldo Escobar Velado” es, en realidad, el poema que Geoffroy Rivas envió a Escobar Velado, editor de la antología de facsímiles manuscritos Puño y letra, la cual fue publicada por la Universidad de El Salvador en 1959. Según Geoffroy Rivas, Escobar Velado rechazó este poema —escrito específicamente para la antología— por ser demasiado largo y porque desbordaba el objetivo de mostrar un poema por autor (se trata, en efecto, de una secuencia de cinco poemas). Finalmente, Escobar Velado escogió otro poema de Geoffroy Rivas para su célebre antología: el soneto “Aquino”. A partir de 1971, cuando este poema fue incluido en la Antología general de la poesía en El Salvador de José Roberto Cea, Geoffroy Rivas cambió el título original al que se usa actualmente.

Nota del editor

Para una antología
de Oswaldo Escobar Velado

Introito

Yo pido la palabra.
Pido la primera palabra en esta Antología.

Tengo derecho a ella por diversas razones
que irán entendiendo a lo largo de estos gritos
que no puedo decir si constituyen
una presentación,
un prólogo,
una muestra de egoísmo o alegría
por sentirme plenamente justificado,
o si son solamente un responso de júbilo
junto a la abierta tumba que lo espera.

Yo pido la palabra.

Me tomo la palabra.

Que callen entonces
todos los cagatintas ensuciadores de papel.
Que se sequen la lágrima que tienen preparada
los intonsos farsantes que medraron a la sombra de un árbol
y llevaron al mercado la poesía.
Que se vayan al diablo los abarroteros de la literatura.
Que enciendan su llamita las guitarras que alumbran su sueño
y que nos dejen solos,
a los dos, solos.
Solos,
con la angustia y con el canto.
Solos,
con la oscura frontera de la muerte.
Solos,
frente a ese mar más hondo,
de más saladas aguas que las aguas del mar.
Solos,
ante el muro de la cólera.
Solos,
junto al vaso de las tinieblas.
Solos,
más acá de la orina del miedo,
sobre el áspero terrón de la poesía,
enarbolando el último grito que nos queda
y que aún nos hincha creciendo las gargantas.

Primer coloquio

Hijo de mi canto:
dame la enjuta mano
que ya invade el frío irreparable,
la sequedad oscura que ha de aquietarla para siempre.
Dame el duro instrumento que hizo canto el dolor.
Dame el dedo terrible
que señaló al injusto,
al inhumano,
al réprobo,
al ladrón de esperanzas.
Deja que estreche la osamenta
frágil y fuerte,
maravillosamente deleznable,
envuelto apenas en su guante de piel,
la triste mano perecedera
que jamás hizo daño,
que no robó,
ni abofeteó,
ni sirvió nunca
sino para escribir poemas,
otorgar altas dádivas,
acariciar pequeñas cabezas soñadoras.
Y hablemos, hijo, hablemos.
Hablemos de la vida y de la muerte,
de tu canto y mi canto,
solos los dos,
unidos más que nunca por el mágico lazo.
Hablemos,
como si no existiesen el odio ni la prosa,
ni la oscura miseria ladrando en los rincones,
ni el musgo del olvido sobre las piedras memorables,
ni el hambre recorriendo los caminos del hombre.
Hablemos de la rosa,
del sueño y las chiltotas,
de las latas naranjas de Juayúa,
y digamos el júbilo inmenso que nos llena
porque estamos seguros
de que en una patria universal,
mañana,
irremediablemente redimidos
por la gracia del canto en que nos crucificamos,
los hijos de los hombres
han de cantar canciones de alegría.

Justificación

¿Quién,
si no él,
multiplicó mi sangre?

¿Quién,
si no él,
hizo lirio mi cardo?

¿Quién,
si no él,
volvió gracia mi piedra?

¿Quién,
si no él,
levantó más arriba mi bandera?

¿Quién,
si no él,
salvó mi herido grito
y lo llevó a su duro meridiano
y lo tradujo en clima de pétalo y ceniza?

¿Quién,
si no él,
fue marcando mi arena
con humana ternura?

¿Quién,
si no él,
justificó definitivamente mis espinas
con su rosa violenta?

Segundo coloquio

Digamos claramente
que no existe la muerte junto al canto,
que es únicamente otro modo de ser,
un simple puente tendido entre dos vidas,
un lazo de silencio anudando dos grito.
Digamos que es mentira que te estás muriendo
para irte a descansar eternamente,
que no hay reposo alguno
para el arduo batallar que heredamos,
que no tiene regreso
el grito que venimos prolongando.
Cuando a la tierra vuelvan tus oscuros metales
y tus aguas amargas regresen a la fuente,
tendrás sencillamente otra estructura,
serás fósforo,
hierro,
nutritivo nitrógeno
y a través de las pardas raíces que te cerquen
subirás al maíz,
a la gladiola,
serás blanco algodón,
cafeto oscuro,
hoja de hierba o corazón de cedro.
Y seguirá tu grito por el mundo
como tambor sonando,
y otras duras gargantas vendrán a recogerlo
y a decir tu verdad de ácida fruta
y a sostener la piedra de tu canto.
Mientras tanto,
mientras tanto, hijo,
mientas vuelo a encontrarte en el origen,
prolongaré tu grito con mi grito,
sustentaré tu llama con mi llama
y llevaré tu cruz junto a la mía.

Responso jubiloso

(Enterré tu pequeño cadáver de nardo torturado
y hoy me duele el corazón
en que reposas).

¡Alegría! ¡Alegría!
¡Cantemos alegría!
Digamos un responso jubiloso
por el esposo
de la poesía.
¡Alegría!
Que triunfe el alborozo.
Exaltemos el día
de su gozo.
¡Alegría! ¡Alegría!

(Enterré tu pequeño cadáver de zenzontle ciego
y el trino prisionero me destroza el costado).

¡Alegría! ¡Alegría!
Cantemos porque adivino
a la prístina fuente.
Digamos su destino
de espino,
su vocación ingente
de cardo permanente.
¡Alegría!
Celebremos su Vía
Crucis trascendente.
¡Alegría! ¡Alegría!

(Enterré tu pequeño cadáver de amatista
y la piedra sin ecos me pesa como el mundo).

¡Alegría! ¡Alegría!
Alcemos la presea
de su herencia.
Alabado sea
por su tea,
por la eterna presencia
de su esencia.
¡Alegría!
Que la idea
de su ausencia
se vuelva melodía.
Así sea.
¡Alegría! ¡Alegría!

Junio, 1961.