En el día internacional del teatro, el dramaturgo y director salvadoreño reflexiona sobre el carácter lúdico de este arte escénico.
Jorge Ávalos
Fotografía de René Figueroa
La Zebra | # 87 | Marzo 27, 2023
El propósito del teatro no es imitar la realidad, sino concederle un lugar privilegiado al juego, el lugar que de verdad se merece en nuestras vidas para ayudarnos a ser más humanos. Ser humano —es decir, existir humanamente— es aprender a ser más auténtico desde el juego.
De niños aprendemos a través de una variedad de juegos instintivos: el movimiento libre, la imitación, la aplicación de la imaginación y la deriva de la fantasía. En la medida en que vamos creciendo los juegos cambian, pero lo esencial continúa: el gozo de descubrir y participar, de competir, de retarnos a nosotros mismos, de superar desafíos. La adolescencia es una etapa salvaje porque es la etapa en la que con más intensidad nos damos a la prueba y el error, al descubrimiento de los límites sociales y de cómo podemos mover o destruir esos límites, aun cuando la sociedad intenta mantenernos prisioneros de las costumbres. Los juegos ocurren en la sociedad misma, y a veces sentimos que pueden darnos la ventaja o destruirnos.
Cuando dejamos atrás la adolescencia nos enfrentamos al hallazgo de que nuestros fracasos son la comedia de los demás y de que nuestros triunfos inspiran en otros el deseo de ver nuestra trágica caída. Tarde o temprano la realidad nos obliga a dejar los juegos atrás, pero la madurez, es decir, el aprendizaje que nos otorga nuestra propia experiencia, podría darnos la claridad necesaria para regresar al juego. Pero, entonces, ya no se trata de juegos en plural, sino de un solo, gran juego en el teatro del mundo.
La sabiduría del teatro consiste en recordarnos que la vida misma es un gran juego. Tener conciencia de que nuestros actos tienen consecuencias, para bien o para mal, en las vidas de los demás, nos acerca a una conciencia moral trascendente. Ningún otro género es tan inherentemente moral como el teatro. Otros géneros suelen ser amorales. El teatro no puede esquivar una exploración honesta de cómo las vidas se hilan entre sí, haciendo inevitable la cuestión moral para los personajes. La esencia del teatro, se suele decir, está en el conflicto dramático. Pero ¿qué significa esto? El conflicto dramático es la tensión dinámica entre intención y obstáculo que existe cuando la obtención de un deseo se convierte en un acto necesario, imperativo para un personaje, sobre todo si lo que está en peligro es la reputación del personaje, o su nombre, o su dignidad, o, incluso, su vida misma. Esta minuciosa exploración de los deseos humanos nos muestra de qué estamos hechos, qué tan lejos podemos llegar para descubrir o salvaguardar nuestra esencia. El teatro es el juego que nos muestra qué significa ser humano en su versión más exaltada.
Si el teatro nos salva, sólo lo hace si nos muestra que sí tenemos una misión sobre la tierra. Por eso los grandes comediantes en las artes escénicas —Moliere, pero también los compositores de óperas cómicas Mozart y Rossini, además de Chaplin y los hermanos Marx, para citar nombres ineludibles—, dejaron una huella enorme: porque pueden mostrarnos la tragedia del ser humano, al mismo tiempo que nos recuerdan el enorme gozo que significa vivir. Sus creaciones nos dicen que sí tenemos la capacidad de amar y de sacrificarnos por otros, o de defender nuestros nombres cuando eso es todo lo que nos queda. El teatro sintetiza la experiencia humana, individual, que ejemplifica cómo ponemos nuestras vidas en juego.
En el gran teatro —desde Eurípides, Shakespeare y Calderón hasta nuestros días— llegamos a alturas y profundidades emocionales extremas porque hallamos significado para nuestras vidas a través de nuestra experiencia cómo público, como espectadores del juego humano ejemplificado por el juego teatral. Ese momento, al final de una obra, cuando los dramaturgos, los artistas, los técnicos y los intérpretes del teatro —trabajando colectivamente— le rompemos el corazón a la audiencia, cuando estremecemos al público a fondo, no ocurre porque hemos manipulado sus emociones. Ese momento iluminador ocurre porque la suma de los momentos en la obra ha logrado su efecto final, porque cada miembro del público se enfrenta al significado pleno de la obra, y porque reconoce que ha vivido una experiencia humana que le ha acercado un poco a entender algo acerca de nuestras vidas, suspendidas por un momento en esa burbuja de luz y rica fantasía que sólo el teatro nos puede dar.