Dora Guerra: “Tocar a Dios con las manos sucias” (poesía)

La poesía juvenil de una autora salvadoreña de obra fugaz, pero ineludible.

Dora Guerra
Introducción de Jorge Ávalos
La Zebra |
#11 | Noviembre 23, 2016

I. Introducción

Jorge Ávalos

El 21 de noviembre, en París, falleció la poeta salvadoreña Dora Guerra. Tenía 91 años de edad. Hija de Alberto Guerra Trigueros, un destacado intelectual y poeta salvadoreño (nacido en Nicaragua), y de Margoth Turcios, salvadoreña, Dora Guerra nació el 22 de julio de 1925 en París. Sobrina-nieta de Rubén Darío, por el lado de su abuela Dolores Soriano, creció rodeada de figuras de la literatura salvadoreña, como Alberto Masferrer, Raúl Contreras, Salarrué, Claudia Lars y Claribel Alegría. Becada por el gobierno de El Salvador, junto con los artistas Noé Canjura, Carlos Cañas y Julia Díaz, estudió Historia del Arte en España, donde mantuvo una amistad muy cercana con su primo-hermano, el pintor, escultor y muralista español-salvadoreño Joaquín Vaquero Turcios. Continuó sus estudios en Italia, México y, finalmente, en el New School for Social Research de Nueva York.

En 1958, Dora contrajo matrimonio con el destacado sociólogo francés Bernard Mottez (1930-2009), quien fue director de Investigaciones del Centro Nacional de Investigaciones Científicas de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), en París. Con él tuvo dos hijos, Marisol (1960) y Marc (1964). En Francia, Dora Mottez (pues asumió el apellido de su esposo) fue una activista de los derechos de personas con discapacidades, un campo en el que participó y contribuyó a la victoria de, al menos, dos batallas decisivas: el reconocimiento del lenguaje gestual de los sordos como una lengua, en 1984; y la aceptación de la “Carta de las Personas con Discapacidad”, una reflexión sobre el derecho al acceso pleno de las personas con discapacidades a los bienes culturales de Francia, principalmente escrita por Dora Mottez (Bernard Mottez: Les Sourds existent-ils? Textes réunis et présentés par Andrea Benvenuto, Paris, L’Harmattan, 2006, pp. 373-378). En enero de 2005, Dora regresó a vivir a El Salvador, junto con su esposo, quien falleció cuatro años después. En 2014 escribió una breve memoria de su vida, que permanece inédita. En mayo del 2016 viajó a París por razones de salud; su familia salvadoreña la despidió con la conciencia de que ya no la volvería a ver (Alberto Arene: “Mi tía Dora Guerra, la poeta”, La Prensa Gráfica, San Salvador, 24 de noviembre de 2016).

Dora fue la segunda de cuatro hijas. Su hermana mayor, María Teresa (de Arene, 1923 – 2010), que había huido en la adolescencia con la legendaria compañía de danza fundada por Sergei Diaghilev, Ballets Russes, a la cual se integró, se convirtió en la primera maestra de ballet contratada en El Salvador, en 1950, y mientras dirigía la Escuela Nacional de Danza en la década de 1970 introdujo la danza moderna y contemporánea al país. Dora, por su parte, dejó una huella levísima en la poesía salvadoreña con Signo menos (San Salvador, 1959), el libro que contenía los únicos 22 poemas que publicó en vida. Esa tímida incursión poética, sin embargo, no pasó desapercibida.

En la primera reseña que apareció sobre este libro, Carlos Ortega notó la seriedad de una parte de su obra: “Es una poesía religiosa, en el fondo. Grave. Ancha para que abarque gran espacio y haga sentir la fuerza que la impulsa. Contrastada para acentuar el campo de lo real y de lo abstracto.” (Guión Literario, Número 34, Departamento Editorial del Ministerio de Cultura, San Salvador, octubre de 1958.) Esta seriedad en el oficio también llamó la atención de Claudia Lars, quien la incluyó en su pionera antología de poesía salvadoreña publicada en la revista Cultura. En Signo menos, escribió Claudia, Dora “nos ofrece la hondura de su pensamiento y el dominio que tiene del lenguaje poético en castellano, a pesar de que el francés fue el primer idioma que aprendió en su infancia” (Cultura 56, San Salvador, 1970, p. 8). Hugo Lindo, recordó, en una conferencia de 1954, que fue el poeta Serafín Quiteñó quien lanzó a Dora a la luz pública, y que, para entonces: “Ya Dora no era una principiante. Había pasado el rubicón de los ensayos, y se encontraba madura, plena, hermosamente florecida en la poesía.” (Recuento, San Salvador, 1969.)

Este primer enfoque en su voz “grave” y “madura” nos podrían hacer perder de vista el hecho de que lo que en verdad sorprendió de la poesía de Dora Guerra en su momento, y lo que nos seduce hasta el día de hoy, es su frescura. En este sentido, es certera la opinión de David Escobar Galindo: “Su poesía es siempre recreación de sus vivencias más personales; de ahí su poder comunicativo” (Índice Antológico de la Poesía Salvadoreña, San Salvador, 1982, p. 514). Un especialista en literatura hispánica, Howard T. Young, reconoció ese poder comunicativo de las “vivencias más personales” de la poeta desde la aparición del libro, ya en 1959:

“Y finalmente una verdadera voz lírica, y una poetisa digna de que se le preste atención: Dora Guerra, Signo menos (San Salvador, 1958). El lector no debe ser desanimado por algunos exabruptos románticos tempranos, como ‘Grito amargo’ y ‘Sin esperanza’. En ‘Reclamo’ uno encuentra poesía auténtica, una combinación de fuerza expresiva y de significado. En este poema la desesperación se vuelve menos retórica y más interna. Hay en sus versos un eco de Barba Jacob. La señorita Guerra es también una consumada letrista de amor, y es evidente que ha leído y conoce bien a Pedro Salinas. ‘Este Paris queriéndonos’ ofrece un toque íntimo y conmovedor que resuena en la memoria: ‘y ésta mi piel morena / que no puedo disolver en el viento’. La diferencia entre este libro y los dos anteriores [los otros libros reseñados por el crítico] es que la autora demuestra que está expuesta a la desesperación y a la belleza, primero como persona y luego como artista.” (Young; Howard T. “The Hispanic World”, Hispania, Vol. 42, No. 2, mayo, 1959, p. 270, traducción de Jorge Ávalos.)

En efecto, se trata de una poesía auténtica, sin pretensiones estéticas, pero impecable en su ejecución, y más viva, mientras más expuestas están sus emociones. En ella, Dora Guerra marca el arco de su aprendizaje en el amor, desde sus anhelos juveniles hasta su primera, brutal decepción, y se encuentra al fin, cara a cara, con los espejos humanos de su madre y su padre, al momento de alcanzar la madurez. Es decir, no es tanto una poesía “madura”, como una poesía que perfila a una mujer en el camino hacia la madurez. Es un trazo tentativo y sincero de su propia educación sentimental.

Dora confesó, al final de su vida, que fue la llegada de la madurez, precisamente, lo que calló a la poeta en ella. “A los niños no les importa tocar a Dios con las manos sucias”, dijo en una entrevista. “Tenía muchas pretensiones, muchas ínfulas”, al comenzar a escribir. Al decir esto se refería al tono filosófico que adopta en algunos de sus poemas. “Comencé con mucho vigor y con mucha fuerza… Después me dio miedo escribir así, me entró la madurez y el espíritu crítico; y ya escribí poemas bien acabados pero menos importantes”. (Arte y Fe, enero, 2014.)

Esa es, quizás, la lección que ella nos deja. La creación literaria es un juego de seres sin edad, como los niños o los dioses. Para crear, a imagen de un dios, hay que ensuciarse las manos en la Tierra. Dora Guerra se acercó a la literatura, dejó su leve huella, preciosa y pequeña, y luego regresó, sin remordimientos, al vasto paisaje del silencio:

Y he de morir
un día sin después,
pero con hoy y antes…

Dejaré para el paso de otros ríos
el surco de mi cauce,
y el peso de los tiempos y mi tiempo
sobre los hombros frágiles…

Dejaré la corriente de mis venas
en humanos canales,
mis oscuros sentidos a la tierra
y mis sueños, a los árboles.

dora_guerra-salarrue_1951-07_washington
Dora Guerra: “En 1951, me fui para Europa con una beca. Pasé un mes en Nueva York, donde Salarrué me convenció que tenía que conocer Washington, que él adoraba. Qué guapo y qué joven me parece en la foto. Pensar que en esos tiempos yo lo consideraba viejo, y él sólo tenía 52 años, lo que para mí hoy es ser un cipote o por lo menos un hombre en plena fuerza y plenitud. Volví en el ‘54 y me quedé 2 años en los que vi constantemente a Salarrué, y de una especie de sobrina pasé a ser su amiga. Guardo un maravilloso recuerdo de esa amistad y creo que fue para mí una gran suerte haberla gozado.”

II. Poesía

Dora Guerra

Aventura

Me ha sucedido un beso por la noche,
con la ciudad al fondo llena de agujeros,
y tu camisa blanca
y tus cabellos
y un ciprés imposible
y un color extranjero.

Yo que estaba cansada
de inesperar tu beso,
me sorprendí del querer de tus labios,
del poder de tu cuerpo.

Y me alejé, encendiendo otras memorias
y apagando tu beso.

Teléfono

Estoy por las orillas del teléfono,
duro el silencio y el corazón loco,
deseando con espanto que despierte
tan pequeñito y tan temible monstruo.

Y alargue su tentáculo vibrante
y se enrede en mis brazos temblorosos
y suba inevitable hasta mi oído
donde temo tu voz desde muy hondo.

Temo tu amada voz porque me quema,
tu voz que siendo tú, eres tu todo,
y que por los misterios del teléfono
ha de venir como un dolor sonoro.

Vigilando rumores por el hilo
por saber si te acercas cuándo y cómo,
estoy junto al teléfono en acecho,
esperando tu voz por la que lloro.

Y cuando está más quieto, más callado,
cuando más taciturno y misterioso,
rompe el pequeño monstruo con su grito
y cae el corazón ya sólo escombros.

Roma

¿Cómo diré tu proporción inmensa?
Con mayúsculas escribiré tu nombre
y me sentaré, mínima, a soñar tus glorias infinitas.

Todos los caminos de la tierra a ti conducen,
y tu majestad indiscutible sigue gobernando.

Si tus miembros mayores se te han muerto,
si casi el corazón…
Yo sé tu sangre caliente todavía
corriendo por las venas más anchas de este mundo.
Yo sé tu voz despierta,
tu oído vigilante,
y nada pueden contra ti, nada podemos
porque tu planta está apoyada desde mucho
en tierra firme.

Porque un solo dedo tuyo alzado, basta.
Porque tu labio, aun en silencio, también basta.

Diré tu signo más pequeño
o el agua que reblandece tus heridas,
o tal vez pueda decir un poco
la solemne rosa de tus vientos.

Estratos milenarios de ciudades,
geología de templos,
huesos gigantes de mamut corintio,
muela careada colosal.

Oh roca con ventanas,
ciprés edificado,
y tu cúpula inmensa como un iris con la pupila abierta:
ojo potente para ver a Dios.
Misterioso silencio el de tus plazas por la noche,
minúsculo es el hombre que las cruza
y terribles los monstruos de piedra que las pueblan.

El agua de tus fuentes.
Hablemos de ella:
en todos los rincones de la historia
está su canto eterno.
Beber su cuerpo puro es beber agua viva,
bendita entre las aguas.

Y el valle de tu nombre
donde pastan corderos casi bíblicos.
Olivos y viñedos, horizontes, cipreses,
bajo tu luz dorada incomparable.

¿Cómo decirte a ti,
que eres la ciudad grande, la magnífica
la de todos los tiempos?
¿Y también la dulce ciudad de los atardeceres
y las lunas perfectas?

¿Cómo decirte a ti,
sino tu nombre?
Sólo él puede estar hecho a tu medida,
y por eso, me sentaré mínima a tus puertas
y con mayúsculas escribiré tu nombre eterno.

Reclamo

Yo recuerdo que tenía en la mano una espada,
un rayo luminoso;
se me hizo flor distante,
estrellita silvestre,
cuchillo de plata.

Pero no era eso lo que yo buscaba
ni con lo que se pueden trasplantar las montañas.

Recuerdo que tenía una voz agrandada
y un gesto circular que me rodeaba;
se me hizo cancioncilla,
tenue silbo
y la mano en la falda.

Pero no es esto lo que se esperaba
ni con lo que es posible recobrar la esperanza.

Yo recuerdo que tenía en los ojos
más llantos que miradas
y el corazón tan hondo que me ahogaba.
Me brotaron las islas donde asirme,
paisajes de frescura,
se me hizo dulce el agua.

Pero es la sal la que sazona el mundo,
la que alimenta brasas
y con la que se debe bendecir la palabra.

Recuerdo que tenía una blasfemia
de tanto que esperaba.
Me dio miedo el infierno,
humílleme la boca
y me quedé callada.

Pero no es el silencio el que fermenta,
el que estremece el cielo,
el que nos salva.

Devolvedme mi rayo que desnuda,
mi voz agigantada,
devolvedme mis lágrimas,

que quisiera romper en dos el viento,
reedificar el verbo
y lavar a gran agua toda mancha.

Este Paris queriéndonos

Queriéndonos despacio y de la mano,
frente al momento puro, más liviano que el aire,
tu palidez sonriente desde el beso
y esta mi piel morena
que no puedo disolver en el viento.

Y así tú y yo formamos
como un círculo intenso,
como una isla colmada,
entre la ciudad vaga como en sueños,
en medio de su gris
donde un rosa lejano es casi una aventura,
frente a la catedral diluida por el tiempo,
junto al río que es brisa endurecida,
con seres que cruzamos y existen un momento.

Como si se pudiera resolver el instante
en ecuaciones de humo,
en palabras de niebla
y en silencio.

Entonces me doy cuenta:
tengo que proyectarlo en el recuerdo;
el instante, la bruma, tu presencia,
la ciudad de mentira,
y así voy penetrando su misterio,
comprendiendo despacio su hermosura,
haciendo casi real este momento,
este presente vago,
esta dulzura,
este andar por el aire,
este querernos.

Je reviens

A mi madre,
presente en la ausencia.

En esta ciudad gris,
a tantos años niebla
de tu sol y el mío,
de los vientos de octubre y los bananos,
de la tienda de dulces de la esquina,
de la sombra y frescura de la sala
con los muebles azules y el reloj
cargados de recuerdos desde siempre.
Con tu inmensa presencia
que está en todas las cosas esperándome.

¿Y sabes cómo he hallado
más pura la memoria?
He comprado un perfume pequeñito
como uno que tenías
y aromabas de ti.
Se adaptaba a tus gestos y a tus ojos,
a tu silencio grave, a tu dulzura.
Y de ti salía perfumado
a aromar la ciudad y el cielo azul
y quedarse por siempre en el recuerdo.

Y hasta esta otra ciudad, gris y lejana,
te la has apoderado
impregnando las cosas
con el olor que diste a tu perfume
y que me he puesto yo tras de la oreja,
desde donde vigila
y me sopla al oído
las cosas hechas tú por su milagro.

Desde donde me dice que es posible encontrarte
tan lejos de ti misma
y que en todo está el roce de tu mano,
a tantos años niebla de tus ojos,
a tanto tiempo pena de tu ausencia,
a tanto mar tendido entre nosotras.

Tiempo sin tiempo

I

Nací un día,
sin después, ni hoy, ni antes.
Nací por un resquicio de la vida
desde un Ay desgarrado por la tarde,
entre un grito impreciso de la tierra
y un asombro celeste de los ángeles.

Nací con el cansancio de los sueños
que soñaba mi madre,
con el dolor inmenso de preguntas
infinitas que se abren
y la carga tremenda de los siglos
que transcurrieron antes.

Nací ya desterrada de mi tierra
en ajenas ciudades,
con la mente compleja y preocupada
de herencias de mi padre.

Con la corriente tierna de mujeres
engendradas de Adanes
y el torrente fecundo de varones
nacidos de su madre.

Nací con las pestañas doloridas
de llantos ancestrales
y el corazón ya contraído
de ignorados pesares.

Nací, porque alguien quiso que naciera,
con eterno equipaje:
mi yo, mi tiempo, mi dolor
y mis palabras fáciles.

Nací ya con mi espacio limitado
por fijos litorales:
con mi trozo de cielo ennubecido
y mi tierra sin mares.

Nací,
por alguna razón de la existencia,
porque los hombres nacen;
porque la vida se busca un pretexto
de resurgir en embriones fugaces.

Nací por el amor y por el llanto,
con mi dios, y mi piel, y mis pensares.

II

Una sonrisa húmeda de lágrimas,
Florecida en los labios de mi madre,
me empujó al porvenir, ya balbuceando
la palabra de todos los lenguajes.

El agua del bautismo me bendijo
con antiguas señales,
poniéndome en la entraña sumergida
lámparas que siempre arden.

Entré en contacto con la madre tierra
por mi cuerpo de lastre.

Luego fui vertical: como los hombres,
como las cruces y como los árboles.

El número purísimo en la escuela,
me introdujo en el aire
y abrí la sinfonía del sonido
con las cinco vocales.

El ojo mío se encendió a la luz
con los siete colores primordiales
y descubrió la sombra, siempre unida
a cada rayo en que la luz se halle.

Y entré en el catecismo
con sus siete pecados capitales.

Después me vino el verso.
Sin sentirlo,
como viene la tarde:
con un recuerdo azul de la mañana
y la promesa de una noche grande.

Pero mi verso se acercó a la noche
poblada de puñales
y se olvidó de la mañana azul
con sus dulces paisajes.

Lo revestí de sombra dolorida
Y le dí de beber mi propia sangre.

Y aquí estoy yo. Clavada sobre el mundo,
con mi carga infinita de tristeza,
con mi canto sombrío,
con mis ayes.

III

Y he de morir
un día sin después,
pero con hoy y antes.

He de morir, porque los hombres mueren,
porque lo quiere Alguien.

Dejaré para el paso de otros ríos
el surco de mi cauce,
y el peso de los tiempos y mi tiempo
sobre los hombros frágiles.

Yo dejaré el legado de mi cielo
y mis dulces paisajes,
dejaré mi dolor para los tristes
Y mi sed y mi hambre.

Dejaré la corriente de mis venas
en humanos canales,
mis oscuros sentidos a la tierra
y mis sueños a los árboles.

Dejaré el grito lívido
que la muerte me arranque.

Y dejaré, a los hombres que me escuchen
mis voces en el aire.

IV

Qué ligera seré ya sin mis venas,
sin mis ríos de sangre,
sin mis ojos de barro entristecido,
sin mis pies terrenales.

Que liviana me iré yo por el viento
cuando todas las horas se me acaben.

Y ya no habrá después.
Ni habrá hoy.
Ni siquiera habrá un antes.

Yo sola iré en mi viaje sobre el tiempo
hacia el eterno instante.

Y llegaré a la luz, fuente de luces,
negadora de sombras y de males.
Generadora de hombres
y propulsora de astros y de aves.

Y seré yo la luz, junto a la luz
en la continua aurora de los ángeles.


Agradecimientos a la familia Arene, a Miguel Huezo Mixco y a María Cristina Orantes.