Jorge Ávalos: «¿A quién aplauden los intelectuales?» (editorial)

Venezuela es un espejo para los intelectuales de todo el continente, pero ¿qué dicen nuestras respuestas a su situación en cuanto a nuestro rol como críticos del poder?

Jorge Ávalos
La Zebra | #16 | Abril 1, 2017

A los intelectuales no les faltan definiciones de lo que significa ser un intelectual, y en el camino saldrán a relucir diferencias tan profundas como irreconciliables. Pero hay una primera condición ineludible de lo que significa ser intelectual: una inteligencia fuera de lo común. Eso es lo que esperaría cualquier ciudadano razonable de un “intelectual”: alguien que es, ante todas las cosas, una persona de gran inteligencia. En realidad, “Inteligencia” es un término relativo: en este caso implica un manejo ético y riguroso de información y conocimiento frente a la realidad. Parece ser un planteamiento obvio, pero en la práctica ya no lo es. Al parecer, en El Salvador un intelectual es un militante político que no conoce la frontera necesaria entre su inteligencia y su compromiso partidario.

Una noticia reciente sobre este tema me asaltó con la fuerza contundente de un absurdo peligroso: “Intelectuales aplauden apoyo de Gobierno de El Salvador a Venezuela” publicada el 5 de abril de 2017 en Contrapunto. La frase ofensiva es un oxímoron, que revela que se trata de un montaje propagandístico del gobierno: “Intelectuales aplauden”. Los “intelectuales”, en su rol de inteligencia social, de inteligencia al servicio de la humanidad, no aplauden gobiernos ni hacen genuflexiones al poder, porque tal cosa constituye también una negación de la segunda condición ineludible de un intelectual: actuar en base al juicio crítico. No hay lugar para el aplauso en el pensamiento crítico.

Hay otras dos condiciones ineludibles del intelectual que no podemos dejar de mencionar. La tercera de ellas es la cuestión ética. Los principios son el territorio base del intelectual; una ideología se edifica sobre los principios y no al revés. Los principios del intelectual son humanistas, que es el fin último al cual nos llevan todas las ciencias: el desarrollo humano. Como intelectual, los principios me indican con claridad absoluta cuáles son los límites de un gobierno: ni las libertades ni los derechos humanos son negociables. Como intelectual, la ética es mi músculo, es lo que me da la fuerza para resistir los embates del poder, vengan de donde vengan.

Un militante puede aplaudir a su gobierno porque cree que la defensa de su partido está por sobre todas las cosas, incluso por encima de su propia conciencia o, más al punto, por encima de su propia conveniencia, como ya lo demostraron los votantes de Donald Trump, de Brexit y de los caudillos populistas en todo el mundo. La ética le exige una actitud distinta a un intelectual que milita en un partido, pues lo obliga a tomar una posición crítica cuando el gobierno, incluso el de su propio partido, se extralimita: cuando viola los derechos humanos; cuando asalta las libertades; o cuando desmonta las estructuras de la democracia. Una postura crítica no es, por defecto, una postura en contra de un partido o del gobierno; al contrario, implica un interés en profundizar en las consecuencias de los actos políticos. Cuestionar con juicio el actuar gubernamental redunda en el fortalecimiento y perfeccionamiento de las políticas públicas. La democracia es un salto permanente al futuro, y un diálogo crítico, amplio y sostenido, es su malla de seguridad.

Venezuela se ha convertido en una prueba de ética para los intelectuales de todo el hemisferio. Es evidente que es ahora un país dividido por una economía fallida y una “revolución” traicionada o, al menos, incompetente. La utopía del chavismo, si es que alguna vez fue real, ya no conserva ningún rastro de socialismo: ni la estatización ni una abundancia de programas sociales han llevado a una distribución justa de la riqueza; al contrario, las desigualdades no sólo se han profundizado, también se han diversificado, puesto que la clase política también se ha convertido en una clase privilegiada. Tampoco es legítima la noción de que Venezuela ha expandido los poderes del Estado a cinco, en lugar de tres, porque como el mismo presidente, Nicolás Maduro, lo ha demostrado, su poder es autoritario y puede hacer y deshacer a su gusto por medio de la negación del poder representativo en la Asamblea, por la intervención a conveniencia en el judicial, por una influencia controladora de los medios, y por su capacidad para articular desde el ejecutivo los nuevos poderes populares que el chavismo ha creado, pero que sólo están disponibles a su partido. Estas son señales de un poder autoritario, que se ha encaminado hacia el totalitarismo: es, a mi manera de ver, una versión tropicalizada de fascismo.

La reciente resolución de la Organización de los Estados Americanos sobre Venezuela no es injerencista porque es una solicitud de acción al propio gobierno de Maduro, al cual le pide, de forma concreta, acciones razonables que todas las naciones del hemisferio esperan de sí mismas: primero, urge al gobierno de Venezuela a “actuar para garantizar la separación e independencia de los poderes constitucionales y restaurar la plena autoridad de la Asamblea Nacional”; segundo, le pide disposición para “apoyar las medidas que permitan el retorno al orden democrático a través del ejercicio efectivo de la democracia y del Estado de Derecho en el marco constitucional de Venezuela”; le solicita “emprender, en la medida que sea necesario, gestiones diplomáticas adicionales para fomentar la normalización de la institucionalidad democrática, de conformidad con la carta de la OEA y CDI”.

Negar la urgencia de estas recomendaciones es colocar al pueblo venezolano en un grave peligro, inaceptable porque es provocado por acciones gubernamentales fácilmente prevenibles. Las medidas recomendadas por la OEA ayudarían a desactivar una situación social explosiva. Maduro, incluso, podría ir más lejos que la OEA y convocar elecciones libres, para dejar el futuro de Venezuela en las manos del pueblo, lo cual sería una solución elegante a sus problemas. Pero Maduro no quiere admitir su propia responsabilidad en el fracaso del chavismo ni en la crisis humanitaria que sufre el pueblo, y sostiene que el crecimiento de la oposición se debe a injerencia extranjera.

Los que alguna vez creyeron que Maduro avanzaría la promesa utópica de Hugo Chávez, que en realidad nunca se ha cumplido, deberían resignarse: Maduro no es Chávez; y mucho menos es él un discípulo de Simón Bolívar. Esta devaluación empírica de los sueños “bolivarianos” genera una paradoja política: el apoyo incondicional que el gobierno del presidente Salvador Sánchez Cerén le ofrece al gobierno de Maduro es injerencia. ¿Por qué? Porque envía un mensaje equivocado a su pueblo y al nuestro: que un gobierno no tiene límites en el ejercicio de su poder. Esto no se lo podemos hacer a ningún pueblo hermano. Un intelectual nunca aceptaría esto porque su rol social es ser un freno a los abusos del poder. Esto es algo que yo siento que debemos decir en voz alta y repetirlo cuantas veces sea necesario: “El rol social de un intelectual es ser un freno a los abusos del poder”.

El rol social de un intelectual es ser un freno a los abusos del poder.

Si algún tipo de socialismo sobrevive de entre los escombros del proyecto chavista, este debería tener un apoyo popular en lugar de ser impuesto con macanas. El gobierno de Sánchez Cerén dice que al dar su apoyo incondicional al gobierno de Maduro defiende el diálogo, pero la oposición no va a entrar en un diálogo con un gobierno que ha desmontado el equilibrio y la separación de poderes. Sin un poder judicial autónomo y sin un parlamento representativo de todas las voces electas, sin seguridad jurídica ni espacio para el ejercicio electoral, no hay lugar para el diálogo, porque no hay nada sobre la mesa para negociar. De hecho, la democracia es la mesa del diálogo.

Contrario a las declaraciones continuas de nuestros funcionarios públicos, las tensiones políticas que estamos viviendo ahora en El Salvador no son comparables a la situación en Venezuela. Al contrario, se trata de tensiones saludables para la democracia, aun cuando provienen de malentendidos. Me parece irreal que debemos recordarnos a nosotros mismos que no es malo que el Fiscal persiga la corrupción de políticos de todos los partidos y no sólo de la oposición; no es malo que la Corte Suprema de Justicia restablezca con cada una de sus decisiones el orden constitucional, incluso cuando éstas no le convengan al partido en Gobierno. A los militantes del partido de izquierda les frustra no tener un poder absoluto y lo vociferan todo el tiempo, tal y como antes lo hacían los militantes de la derecha; pero esta es la naturaleza de la democracia: estar al servicio de todos y en base a nuestra carta magna, en lugar de ser parcial a un solo partido o ideología.

Una postura crítica por parte de los intelectuales de izquierda hacia sus propios partidos es hoy más necesaria que nunca. A los intelectuales salvadoreños que firmaron una postura de apoyo hacia Venezuela, y que el diario Contrapunto señala por dar aplausos al gobierno, yo los invito a responder a mis inquietudes, que emanan de una preocupación honesta por la izquierda latinoamericana, que solía ser más inteligente y más creativa. Con gusto les doy un espacio de respuesta en esta revista, que es uno de los espacios más libres y diversos que hay para los intelectuales y artistas en Centroamérica. Pero, por favor, no pretendan que pueden hacer a un lado los temas de la protección a las libertades o a los derechos humanos, sin los cuales una revista como esta no podría existir. A cuenta de esto tengo un último argumento.

Gracias al sacrificio de tanta gente —incluyendo muchos intelectuales, escritores y artistas— nuestro país goza de una democracia frágil pero real. Los intelectuales ya no tienen que temer por sus vidas si cumplen con su deber y asumen una posición crítica hacia el gobierno. El peligro del intelectual de ahora radica en la precariedad de su última condición ineludible: su autonomía. Si el intelectual deja de lado su misión, y se dedica, en cambio, a aplaudir los actos del gobierno, dejará de ser indispensable para la sociedad. Y el peligro de que esto suceda ya lo conocemos: es la historia de un país que cae en el totalitarismo, una historia que comienza con los intelectuales aplaudiendo a un caudillo y culmina con un Estado monolítico lo suficientemente poderoso como para destruir a sus intelectuales.


La fotografía muestra el “Monumento a la Revolución” de 1950, obra de Claudio Cevallos (escultor mexicano) y su esposa, la escultora salvadoreña Violeta Bonilla. La obra es un mosaico realizado con piedras pequeñas en su color natural, provenientes de todo El Salvador. Está localizado en una plaza diseñada por los arquitectos Óscar Reyes y Kurt Schulze. El monumento, conocido coloquialmente como “El chulón” (hombre desnudo), está localizado en una plaza de la colonia San Benito en San Salvador, y forma parte del área del Museo de Arte de El Salvador, fundado en 2003.