Roger Atwood: “‘Soy poetisa’, una tarde con Irma Lanzas” (crónica)

La poeta salvadoreña rememora sus años con la “generación comprometida” de El Salvador, en un encuentro en 2009.

Roger Atwood
La Zebra | # 55 | Julio 29, 2020

Cuando se abrió la puerta, me costó creer que la mujer tan juvenil, enérgica y sonriente que me recibió era la poetisa Irma Lanzas.

—¿Doña Irma? —pregunté, pensando que tal vez me había equivocado de departamento.

—Adelante —me dijo, con una inclinación de la cabeza que transmitía bondad.

No era para melancolías románticas ni amarguras bohemias Irma Lanzas, quien murió el 9 de julio pasado a los 86 años. Escribió una poesía tierna y mística, que abarcaba el espíritu solidario de la Generación Comprometida, con quien estaba identificada[1], sin compartir el tono irreverente y acerbo de esos escritores ni su lacerante crítica a la sociedad salvadoreña.

Su poema “Van los niños descalzos” —uno de tres de ella publicados en la antología de poesía editada por Claudia Lars y publicada en la revista Cultura en 1969, la cual marcó un hito en la literatura salvadoreña—, hace eco a la crispada denuncia social del maestro Oswaldo Escobar Velado, ya muerto para ese entonces, pero tiene un tono más introspectivo, más de testimonio que de protesta. La poetisa figura como testigo y cronista de la miseria, no agente de su superación:

Por los niños descalzos
por los niños desnudos
no veo la mañana ni puedo oír la aurora.
Cuando no hay esperanza se ha perdido el camino,
Cuando un pueblo desangra las bocas de los niños
mancha sus propias huellas.

En esos renglones se desprende además un espíritu cristiano que florecía en la poesía de Lanzas y que, en cierta forma, expresaba los anhelos éticos de las juventudes católicas populares que estaban movilizándose en todo el país en esos años, para la creciente alarma de la oligarquía política y económica. Durante nuestra entrevista me dijo que la Generación Comprometida “fue un compromiso sobre una base de justicia y de un valor cristiano; no sé puede salir del ámbito de la justicia y el amor al prójimo, y esa es la base de los valores cristianos”. Me pareció una evaluación excesivamente religiosa del proyecto político y estético de los escritores revolucionarios de esos años, pero que, sin embargo, expresaba, al igual que su propia poesía, el espanto que sentían los jóvenes católicos de izquierda antes las profundas brechas sociales en los años previos a la guerra civil.

Cuando me recibió para la entrevista, en diciembre de 2009, en un modesto y pulcro departamento de San Salvador, me habló de los poetas y ensayistas de la oposición de esos años, con quienes coexistía en ciertos momentos sin ser plenamente parte de ellos, de su matrimonio con el dramaturgo y novelista Waldo Chávez Velasco, quien murió en 2005, y de cómo surgió una vanguardia poética en El Salvador en la truncada primavera democrática del istmo después del 44.

—Éramos muy jóvenes cuando comenzó. Era ahí por 1948 o 49. Teníamos 15 o 16 años; el mayor no tenía más de 18. Estaba Waldo Chávez Velasco, Ítalo López Vallecillos, [Eugenio Martínez] Orantes, y realmente eramos como niños, estudiando en lo que era el high school. Era una cosa estudiantil meramente, muchachos que se juntaron y formamos una cosa que se llamaba el Cenáculo de Iniciación Literaria, con ese nombre tan grandioso. Los otros miembros del Cenáculo fueron invitados por Waldo, que los fue invitando de otros colegios y así entró Orantes, Ítalo, Orlando Fresedo. […].

—La generación del 44 era la etapa anterior a nosotros. Eran del Grupo Octubre que era de Oswaldo Escobar Velado, Antonio Gamero, algunos otros. Oswaldo escribía una poesía combativa porque él era combativo, de denuncia como la Generación Comprometida, pero la Generación Comprometida tenía formas más modernas, más elaboradas, más novedosas. Todo su lenguaje era más moderno […] Teníamos asesoría de la generación anterior, que eran [Ricardo] Trigueros de León y Gallegos Valdés. Nos prestaron libros y nos tuvieron leyendo poesía española. Nos alentaron a ser buenos escritores, a ser redactores, a aprender edición y ortografía. Nos metieron en los clásicos y nos preguntaban: “Bueno, ¿quieren ser escritores?  Pues pónganse a leer. Lean el Quijote, los místicos como [Sor] Juana [Inés] de la Cruz, Machado, Hernández, García Lorca, Góngora.” […] Leíamos cosas como “a batallas de amor y campos de plumas” [de Góngora], que era una referencia al sexo pero no entendíamos eso. Éramos muy jóvenes. […]

—En 1951 y 52, salimos al mundo y empezamos a ver nuestro contorno social. Producíamos literatura e íbamos a llevar literatura a los obreros, a un lugar o una organización que se llamaba la Concordia. Íbamos a dar recitales de poesía, porque antes eran los recitales sólo para los intelectuales. Ahora hay gente que va a leer poesía en las prisiones, a los pobres, pero en ese entonces, nadie hacía eso. Nadie.

—¿Les leían poetas famosos, como Neruda? —le pregunté.

—No, no. Les leíamos nuestra propia poesía. La nuestra. La idea era que ellos también entraban al arte y vieran que aquí se escribía poesía. Fuimos a San Vicente, a Santa Ana a leer a la gente, en teatros también, alentando a que vieran que la literatura no era cosa de viejos ni de élites, sino que era algo que podría ser compartido. […] Y éramos muy unidos. Nos ayudamos mutuamente, uno al otro, hasta la muerte. Yo soy la única que queda. […]

—Poco después salimos todos por distintas razones [en los años 50]. Waldo fue a Italia. Ítalo fue a España, Álvaro [Menéndez Leal] a México. Roque Dalton se fue a Chile pero él todavía no era conocido por el grupo. Pero siempre, no sé cómo, había una comunicación. Nos mantuvimos en contacto siempre. […] Ítalo fue la persona clave dentro de la primera onda y la siguiente y fue él que lo bautizó como la Generación Comprometida. […]

—Todos tenían enfoques muy diversos. No era una generación hecha con un molde, cada uno tenía su versión y se reflejaba en su obra. Ítalo no tenía nada que ver con el marxismo y sin embargo era muy comprometido con la justicia. Álvaro mucho menos.

Conoció a Roque Dalton en 1955, cuando el poeta todavía no había publicado sus primeros poemas. Llegó a la fiesta de despedida de Irma, antes de su partida a Italia al año siguiente. Sus recuerdos transmitían afecto pero también distancia y un toquecito melodramático.

—Roque era un hombre muy delgado. Me daba la impresión de timidez al principio, nada de arrogancia, pero con unos ojos chispeantes y una mirada tan inteligente que muy pocos tenían.  Después en las reuniones era el foco de atención, pero eso era más adelante cuando se hizo bastante bohemio. Todo el mundo quería estar cerca de él […] Creo que en el fondo era un hombre triste. Tenía amargura. Si lee sus poesías, demuestra un dolor muy profundo que está quemando todos los días y que vino de la crueldad que él vivió por su padre y él lo convirtió en poesía. Otros lo convirtieron en balas y muerte, y él lo convirtió en poesía. Esto es lo que yo aprecio de Roque.

Sin que yo le preguntara, me habló de la muerte de Dalton a manos de sus propios compañeros en 1975.

—Es que él estaba encarcelado [a principios de los años 60], y ese dolor él lo convirtió en algo que fue poesía y así fue su gran mérito. Se metió de cabeza en ese partido [Comunista] y sus compañeros nunca entendieron qué era él. ¡Era poeta! Quizás sólo después de matarlo lo vieron en su dimensión internacional y se dieron cuenta [y aquí hizo una mueca de espanto exagerado]: “¡Lo matamos!”

Prosiguió sobre el tema.

—“Es que ellos [los que lo mataron] son muy susceptibles. Ellos creían que él estaba haciendo un acto de traición y mi percepción es que eso tiene que haberle dolido mucho, esa sospecha. Tiene que haber sido muy doloroso en él, porque creía en la gente a la que estaba dedicando su pluma y su vida. Y él tenía que probar eso, pero ¿cómo uno puede probar eso?”

Su esposo Waldo Chávez figura en la novela autobiográfica de Dalton, Pobrecito poeta que era yo, como la voz del entreguismo abyecto, el amigo que trata de tentar a Dalton a dejar la vida de revolucionario itinerante para conformarse con un puesto académico convencional en Europa. En verdad, la relación de Waldo y Roque era más complicada.

—Era una relación amistosa, pero yo creo que Roque pensaba que Waldo era de derecha o que se hizo de derecha. No era ni gran amistad ni de enfrentamiento.

A los 18 años, Waldo Chávez fue invitado a una “conferencia de paz” en la China, poco después del triunfo del comunismo de Mao.

—Y al regresar [a El Salvador] no lo dejaron entrar porque pensaron que era comunista. Él tuvo que refugiarse en Costa Rica, y como era exiliado, todo el mundo pensaba que era comunista. Pero él era libre. No le importaba lo que pensaba la gente, no era de izquierda ni de derecha. […] Mucha gente se enojaron con él cuando trabajó con los [gobiernos] militares [en los años 70] pero en verdad nunca era de izquierda ni con la derecha. […] La derecha lo consideraba el demonio, un infiltrado de la izquierda en el gobierno, y la izquierda lo consideraba un traidor. Y a él no le importaba.

Lanzas guardó especial cariño para Claudia Lars, quien fue su profesora en una tertulia infantil donde escribían poesía de rimas. Cuando Irma tenía 16 años, Claudia Lars le pidió que leyera su poesía ante toda la clase, “porque pensó que era buena, supongo”. La recuerda como una mujer orgullosa y bellísima.

—Ella nunca se llamaba poetisa. Ella era poeta.

—¿Y usted?

—Yo soy poetisa.


[1] De acuerdo a un ensayo de Luis Gallegos Valdés de 1965, en la revista Cultura.


ROGER ATWOOD. Escritor, Master en Historia de la Universidad de Georgetown y crítico del Times Literary Supplement (Londres).