Del pintor e intelectual que fundó una de las primeras academias de arte de Centroamérica en el siglo XIX, una magistral crónica de su visita a Los Inválidos, en París.
Mauricio Villacorta
La Zebra | # 76 | Abril 1, 2022
I.
¿Quién no sabe quién fue ese gran guerrero y conquistador que reposa hoy bajo la cúpula de oro del Hotel de Los Inválidos en París? ¿Quién no ha sentido impresionado su espíritu al relato que la historia nos ha hecho de ese hombre extraordinario cantado en mil lenguas por los poetas y prosistas, llamándole el grande entre los grandes, el Capitán del Siglo, el Júpiter Tonante de Francia?
Pues bien, pocas personas habrán quizá experimentado en vida sensación mayor de religioso respeto y recogimiento, de profunda y triste meditación como, cuando penetrado el espíritu del conocimiento de tal hombre, nos hallamos de improviso frente a frente de su tumba.
Muerto en Santa Elena, Los Inválidos le sirven hoy de lecho de mortuorio al hombre predestinado a la inmortalidad por sus heroicas hazañas.
Luis Felipe, soberano, amante como pocos de las glorias de la Francia, ordenó, haciendo a un lado preocupaciones de familia, traer del peñón de Santa Elena los restos de Napoleón para depositarlos con pompa bajo el gran dome de la iglesia de San Luis, anexa a Los Inválidos en un suntuoso mausoleo de granito rojo de Finlandia, obsequio del Emperador Nicolás.
El aspecto general del interior de este templo es imponente y sobrecoge el espíritu del visitante que por primera vez penetra en aquel recinto, aun de aquellos los más fríos de carácter: desnudos son sus muros, débil y casi mortecina luz la que del exterior penetra, negras colgaduras, tumbas diseminadas aquí y allá de los Napoleón —Jerónimo, Luis, José, y de los generales Turenne, Bertrand, Mortier, Duroc, etc.—, y al centro, en la gran cava circular de la nave principal, el majestuoso sarcófago de granito rojo y negro que alzado a seis metros sobre el nivel del suelo contiene los restos del gran Bonaparte.
Doce esculturas de cuerpo entero talladas en mármol circundan el féretro representando las doce principales batallas ganadas por el Emperador. Así mismo que sesenta banderas tomadas al enemigo en diversas campañas, decoran diseminadas aquí y allá la majestuosa mole de aquel mármol. Banderas que, hechas jirones en su mayor parte, cubiertas de polvo, rotas las lanzas y traspasadas por los obúes inflamados, simbolizan las glorias de la Francia como trofeos que son de mil victorias. El visitante ve y contempla aquellos jirones gloriosos, allí expuestos. Puede hasta tocar clandestinamente, sus orlas gastadas por el tiempo, experimentando al hacerlo una viva sensación al considerar que, acaso, partículas de polvo que ellas contienen y que, adherido en partes, se va en sus dedos, son átomos del mismo polvo que 80 años antes las cubriera en el fragor de los combates.

II.
Todo allí, como he dicho antes, es tétrico, lúgubre y misterioso. Al fondo del templo, entre la capilla principal y la nave del centro, álzase un majestuoso altar decorado todo, diríase como de duelo: columnas de mármol negro ornamentadas de oro, un cristo clavado en cruz también de mármol negro, dos grandes cirios a los lados que arden día y noche, y al frontispicio del altar una lápida también de mármol negro que descifra en gruesos caracteres de oro las significativas palabras que el Emperador moribundo en Santa Elena pronunciara momentos antes de expirar:
Deseo que mis cenizas reposen a las orillas del Sena, en medio de ese pueblo francés a quien tanto he amado.
A un lado de la capilla en un pequeño museo fundado en las galerías de Los Inválidos, se muestra al público en lujosos escaparates de cristal, entre otros muchos objetos, la espada que el Emperador llevó en Austerlitz, la corona de oro que le fue obsequiada por la ciudad de Cherburgo, el uniforme favorito que portaba en las campañas, las condecoraciones y, además, la camilla de bronce en que fueron traídos sus restos de Santa Elena por Luis Felipe.
Estos objetos todos que el transeúnte ve y contempla, la decoración general de aquella mansión, símbolos todos de la muerte, el silencio respetuoso observado por los visitantes que, pausadamente dirigen sus pasos sobre las frías baldosas del pavimento, las inscripciones funerarias de las tumbas diseminadas, el frío natural producido por las bóvedas de granito que nos circundan. Todo, en fin, hace producir en el ánimo del visitante extranjero que por vez primera penetra en aquel recinto, una vivísima y profunda sensación que le embarga y oprime el corazón. Nadie habla de los que allí circulan, es cierto, pero todos piensan y meditan filosóficamente ante objetos tales, piensan en el transitorio paso de la vida sobre la tierra, en lo deleznable de la gloria y del poder de los grandes, en la nada como verdad, en lo único y estable: ¡Dios!

III.
El grandioso monumento de Los Inválidos en París, construido a las orillas del Sena a cinco metros poco más o menos de la grande explanada, es obra de Luis XIV. Comenzado en 1671, fue terminado el año de 1675. La fachada principal cuenta más de 130 ventanas y su estilo es de una severidad imponente: una hermosa columnata de orden jónico sostiene un arco macizo de mampostería bajo el cual se ostenta la figura de Luis XIV a caballo, rodeado de la Justicia y de la Prudencia. Un muro de piedra y un ancho foso circunvala el edificio guardándole, además de la parte principal de la fachada que cae sobre la gran explanada llamada de Los Inválidos una batería de diversos calibres, tomadas todas al enemigo durante las campañas del primer Imperio.
Este edificio con su gran cúpula deslumbrante de oro reflejándose en las nubes, es uno de los más suntuosos monumentos de estilo griego que posee la Francia. Comenzado y concluido en embrión por Luis XIV, Napoleón I se encargó de restaurarlo y embellecerlo, destinándolo para alojamiento de los soldados mutilados y envejecidos en la carrera de las armas, de los cuales alcanza a asilar cómodamente en sus vastas dependencias hasta 3,000 que viven allí holgadamente a expensas de la Nación, que les provee, con reconocimiento, de cuanto necesitan para que terminen dulce y tranquilamente sus días en la tierra, en recompensa de la difícil y fatigosa existencia que, en honor de la patria, supieron abnegadamente imponerse en su juventud.
Diez años hace que tuve la feliz oportunidad de visitar por vez primera el suntuoso monumento del que hablo, digno por muchos títulos de interés. Diez años después de cuyo dilatado transcurso de tiempo aún no he podido olvidar la sensación que me produjera la vista de la tumba de Napoleón, el aparato general que decora toda aquella mansión y el efecto que, al empuñar la mano comunicárame uno de aquellos tantos veteranos ilustres allí asilados, soldados de la Francia que jóvenes acompañaron a Napoleón en sus últimas campañas y que hoy, centenario como quedan aún algunos, recuerdan con orgullo y efusión, diciendo y mostrando sus cicatrices y miembros mutilados a los visitantes que se llegan a ellos: “Somos soldados de Napoleón el grande y nos batimos en Waterloo”.
La Unión, San Salvador, 1897.
