Una poeta salvadoreña que vivió la cárcel y el exilio entre 1940-60 y forjó una valiente poesía testimonial.
Jorge Ávalos
La Zebra | # 81 | Septiembre 1, 2022
La poeta salvadoreña Liliam Jiménez (1922-2007) pertenece a esa rara estirpe de artistas salvadoreños, como el pintor Camilo Minero, que abrazaron los ideales del comunismo y lo expresaron vivamente a través de sus obras. En la historia cultural de El Salvador, ya no se puede ignorar esta corriente de escritores y artistas vinculados a la militancia política de izquierda. Lo que en algún momento llegó a llamarse literatura “comprometida” fue, en gran medida, una creación de mujeres y se forjó a partir de las luchas feministas en las décadas de 1920, con Florinda B. González y Josefina Peñate, y se consolida en la década de 1950 cuando resurgen los movimientos comunistas en América Central, con las poetas Liliam Jiménez y Pilar Bolaños entre sus principales activistas. En la mayoría de estos casos, el impulso político precedió al impulso vanguardista, mitigando la rebeldía en el terreno de la estética.
Jiménez ocupa un lugar especial por ser tan subestimada en la historia de la literatura salvadoreña. Parte de la razón ha sido política: su tenaz afiliación a un tipo de comunismo idealista la aproximó al maoísmo, aunque en realidad nunca expresó con exactitud sus ideas políticas, a menos que consideremos su crónica “Yo estuve en China” (1959), como una especie de proclama personal. En ella reafirma su vocación después de su largo exilio: «Once años llenaron mi voz y mi palabra de minerales esencias, aprendí a modelar los ecos, a responder al tiempo, y a soportar el azaroso camino de los que pugnamos por expresar al pueblo. Un lenguaje interior se ha desatado en mi propia conciencia, nacido del antiguo dolor del hombre y transmitido de generación en generación en ese angustioso éxodo del hambre.»[1]
El radical idealismo político de Jiménez no era ingenuo, sino apasionado. No es casual que el gran muralista mexicano, David Alfaro Siqueiros, la haya retratado con los rasgos de una niña rebelde.
Pero quizás la principal razón de su marginación histórica fue su largo exilio. En un tiempo de persecución política los libros no cruzan fronteras tan fácilmente. Jiménez publicó sus primeros poemarios en Guatemala, y luego en México. No fue sino hasta 1997 que se editó, por primera vez en El Salvador, un libro con sus últimos poemas, Hoy el alma soporta hablar de los fantasmas, el cual era deliberadamente panfletario y contenía, por lo tanto, la poesía menos auténtica de toda su producción.
Hay otra razón para el destierro que sufrió Liliam Jiménez del canon literario, una que unifica lo político y lo personal, y que al hablar de la sociedad salvadoreña del siglo XX no puede ser olvidado: Jiménez fue una mujer. A diferencia de Matilde Elena López, que despreciaba el feminismo, Jiménez lo abrazó y lo integró a su práctica como militante. Esto la marginó de las estructuras del Partido Comunista Salvadoreño, cuya posición sobre el feminismo durante la mayor parte del siglo XX fue la que mantuvo Matilde Elena López a lo largo de toda su vida: «No he sido nunca feminista, ni adepta a ese movimiento, cuyas doctrinas no comparto. No sé de feminismo en El Salvador, a menos que se considere a Prudencia Ayala, quien fue una excéntrica como Jorge Sand. […] Para mí el feminismo no tiene significado. Creo en la lucha de los pueblos por su propia liberación y su desarrollo democrático pleno de contenido social.»[2]
La marginación que sufrió en El Salvador no tuvo eco en los países donde vivió en el exilio. Al contrario, dondequiera que vivió fue una intelectual activa y destacada.
Jiménez nació en Santa Ana, El Salvador, el 13 de diciembre de 1922. Entre 1945 y 1954 vivió en Guatemala, donde estudió Filosofía y Letras en la Universidad San Carlos y se unió al conocido grupo literario Saker-Ti. En ese período contrajo matrimonio con Raúl Leiva. Cuando el presidente Jacobo Arbenz fue derrocado en el golpe de estado del 27 de junio de 1954, Jiménez y su esposo Leiva se vieron forzados a refugiarse en la embajada de Ecuador en Guatemala, donde vivieron varios meses antes de recibir un salvoconducto que los llevó al exilio en México. Esos sucesos la motivaron a publicar su primer libro un año después: Tu nombre, Guatemala.
En 1958, en Viena, representó a las mujeres de El Salvador en el IV Congreso Internacional de Mujeres. En 1959, en Moscú, representó a las mujeres de América Latina en el Encuentro de Mujeres; y ese mismo año fue invitada a Pequín por el Comité de Mujeres de China. A partir de entonces, realizó numerosos viajes relacionados con sus actividades periodísticas, políticas y culturales.
Radicada en México de manera definitiva, publicó en 1959 su segundo libro de poesía, Sinfonía Popular. Este fue seguido en 1968 por El corazón del sueño, ilustrado por David Alfaro Siqueiros, y en 1980 por Insomnio en la cárcel y otros poemas. Canta corazón y canta, dedicado a El Salvador, apareció en 1983, también en México. En 1993 apareció su libro de testimonio Guatemala, rosa herida. Su última colección fue publicada en 1997 en San Salvador: Hoy el alma soporta hablar de los fantasmas. Ese mismo año, en México, la editorial Praxis publicó, bajo el título La palabra y la vida, su poesía completa. En el 2002 la Dirección de Publicaciones e Impresos de El Salvador publicó Canta corazón y canta, una antología de su poesía realizada por Tirso Canales. Falleció el 24 de junio de 2007 en Playa del Carmen, Quintana Roo, a la edad de 84 años.
El itinerario poético de Liliam Jiménez tiene algunos paralelos con el de la hondureña Clementina Suárez (1902-1991) y con el de la costarricense Eunice Odio (1919-1974). Como ellas, formuló un tipo de feminismo que no era más que una franca expresión de su condición de mujer, como lo demuestra su poema “El vientre de mi madre”, de abrumadora honestidad. Anticipó también una modalidad de la poesía erótica que expresa el deseo de una mujer desde su propia sexualidad, como en el poema “Y yo te amaba”: «Hoy pudiste conducir / tu deseo hacia mis muros, / sumergirte gozoso / en los ocultos mares de mi gracia, / hombre de sed, de húmedo tacto, descubridor de mis sentidos, / buceador en las aguas / de mis ríos lentos. / Tuyo es mi barro / con su antigua leyenda / de palpitantes sueños / y tuyo mi destino / de sinuosos cauces.»
Su característica franqueza, que sólo puede ser descrita con la palabra visceral, y su fuerte inclinación a escribir poesía de corte autobiográfico la hizo expresar la angustia y el dolor que acompaña la militancia política con mucha más efectividad poética que la que alcanzó en sus poemas más ideológicos, aunque la crítica al autoritarismo está integrada en estos poemas personales. El ejemplo clave es “Insomnio en la cárcel”, en el que recuenta su propia experiencia de cautiverio en México: «Estoy de pie, / semidesnuda, inmóvil, / como una estatua herida / en el centro de un cuarto de pánico / donde cruzan puñales de silencio.» Fue en este poema donde por primera vez expresó su angustia por su propia muerte: «De pronto, mis ojos se llenaron de tristeza; / me fui sintiendo ausente, muy lejos de la vida / como si fuera lento detrás de algún cortejo, / como si fueran a enterrar mi propio cuerpo.» En estos versos palpita ya la imagen central del poema “Canto a mi propia muerte”, una de las elegías fúnebres más extraordinarias que se han escrito en la literatura salvadoreña.
El epígrafe de Levchev[3] que precede al poema marca un objetivo: Jiménez quiere asumir de lleno su propia muerte para superarla, para elevarse por encima de la angustia que la sobrecoge. Y para hacerlo abandona su lenguaje vanguardista, cargado de imágenes surreales, y retorna a uno de los metros básicos de la poesía española: el octosílabo. El “Canto a mi propia muerte” es un poema que se apropia de un lenguaje popular, con palabras simples y un ritmo terso. El fraseo es clásico: cada verso tiene ocho sílabas con acento fijo en la séptima. La única excepción a este patrón rítmico ocurre en el primer verso de la segunda estrofa: «Sobre los hombros el féretro». El inesperado desplazamiento del acento, introduce un tema que hasta ese momento parecía idílico por la belleza descriptiva de la primera estrofa: «en el fondo de su caja / una mujer abrasada / que tuvo cuerpo de cera, / por corazón una llama.»
En las estrofas de cinco versos se alternan descripciones del entorno con las descripciones de la mujer muerta, y dado que se trata de la poeta misma, el poema se convierte en una autobiografía mórbida. Uno pensaría en Edgar Allan Poe más que en un romance de Lorca: «Ayer la vida cantaba / en sus poros asombrados. / Hoy su cuerpo se desgrana / en un silencio ondulado / sobre la tierra mojada.» Jiménez, que escribió sobre su origen diciendo que «debía morir» antes de nacer, y que sin embargo, «sin saber cómo ubicarme / en el oscuro vientre de mi madre / me aferraba a la vida», habla en este poema de un retorno: «El aire esparce semillas / sobre su cuerpo desierto. / La tierra abre su seno / y el río baña su lecho / para que duerma tranquila.» La visión del mundo que Jiménez expresa en su poesía, por lo tanto, va mucho más allá de su afiliación ideológica. Estos son los versos finales de su poema “En el vientre de mi madre”, en el que describe su propio nacimiento: «El mundo abrió sus ojos felices donde la vida miramos, / su quietud pensativa, su vasta llanura / y su materia viva que siempre regresa».
[1] Jiménez, Liliam. “Yo Estuve en China”. La Universidad, No 3-4, San Salvador, julio-diciembre, 1959, pp. 393-403.
[2] Velázquez, Antonio. “Entrevista póstuma a Matilde Elena López (1919-2010) a cinco años de su muerte”. Repertorio Americano. San José, Costa Rica, Segunda Nueva Época N° 25, enero-diciembre, 2015, pp. 253-265.
[3] A partir de 1944 la literatura de Bulgaria, como la de otros países que pertenecían entonces al bloque socialista, se adaptó a los preceptos del realismo socialista. Liobomir (o Lubomir) Levchev, junto con Blaga Dimitrova y Pavel Matev, perteneció al círculo de poetas búlgaros que aportó un punto de vista nuevo que señaló el camino a una mayor libertad artística.