El microcuento en El Salvador, en un ensayo pionero escrito en 2003 y revisado en 2013.
Jorge Ávalos
La Zebra | # 83 | Noviembre 18, 2022
Ítalo Calvino definió el microcuento como «una literatura en potencia»[1]. Esta no es la definición de una forma sino de un género literario que rehúsa crecer, que rehúsa ser más de lo que es. Pero, ¿qué es el microcuento? No hay siquiera un término establecido para la más proteica de las modalidades literarias, que también es llamada microficción, minificción, minirrelato o “brevicuento”, como lo denomina el salvadoreño José María Méndez. También hay confusión sobre su ambivalente adhesión a los géneros poéticos y narrativos. Algunas prosas breves de Henri Michaux, Juan José Arreola, Julio Cortázar y Augusto Monterroso aparecen por igual en antologías de poesía en prosa[2] como en antologías de cuentos breves. La aparente hibridación de géneros y modalidades parece ser una cualidad del microcuento, que se adjudica con naturalidad el tono de la fábula, de la leyenda, de la anécdota humorística y aun el del ensayo, el poema y el tratado científico.
1. Una definición del microcuento
El microcuento es, en realidad, una modalidad literaria nueva que surge en el siglo XX como un ejercicio lúdico que muy pronto crea y conquista su propio espacio en las letras. Al escribirlo, el autor está consciente de que juega con la forma, con el contenido o con el lenguaje dentro de los márgenes de ese género literario que llamamos cuento. A pesar de esa relación ingénita con el cuento, el microcuento no es un híbrido sino un género nuevo que toma provecho de las tradiciones literarias, de todas las tradiciones literarias puesto que su método de composición implica el establecimiento de un juego ficcional con las tradiciones. Por eso el microcuento recurre a la imitación paródica de formas tradicionales, a la sátira social y a la transcodificación (la transformación de sentido producida por un cambio de códigos). Su cualidad principal no es la brevedad en sí, sino su impacto súbito en la conciencia del lector. Es esa potenciación literaria la que exige una síntesis formal.
En esencia, el microcuento es un silencio rasgado. Formalmente, su principal recurso es la elipsis: la supresión de información contextual y de trama. Su propósito no es desplegar un mundo narrativo sino incitar una posibilidad narrativa. Esto se logra con la formulación de un pasaje en prosa que, al leerse, crea un intersticio en la fantasía del lector. Es por esta razón que no es válido definir el microcuento sólo por el número de palabras sin antes considerar su capacidad para potenciar una lectura mucho más amplia o profunda de lo que el texto parece abarcar en su brevedad; afirmo esto aun cuando se hace evidente que la mayoría de los más eficaces microcuentos no superan las cien palabras de un párrafo o, incluso, cuando no es nada más que una oración o una frase.
Los mejores microcuentos son un fulgor, un destello que ilumina con significado algo que el lector ya conoce o cree conocer. El famoso cuento “El dinosaurio” de Augusto Monterroso sólo contiene siete palabras —«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí.»— pero esas siete palabras aluden a un tema que el lector debe saber para comprender el cuento: la extinción absoluta de los dinosaurios en un tiempo prehistórico. Las posibilidades que impregnan al microcuento surgen de un acuerdo tácito de interacción entre el autor y el lector: la lectura es un juego donde el silencio del primero vale tanto como la imaginación del segundo.
Si tomamos a Monterroso como referencia ineludible del microcuento como un género autónomo, descubriremos que el mejor ejemplo del género en El Salvador llegó como un destello casi medio siglo antes que el extraordinario arte del autor guatemalteco alcanzara reconocimiento internacional. “El desierto” de Julio Enrique Ávila demuestra el poder categórico del microcuento ya en la década de 1920. En el mundo de las ficciones, declarar es crear: nombrar un camino y a un hombre sobre un camino, aun sin describirlos, es suficiente para iniciar la historia de una aventura. Ávila nos asombra por la manera en que toma provecho de la pasividad del lector al confrontarlo con un texto que contradice sus expectativas:
«He aquí un mar que murió de sed.»
Utilizando una estrategia poética para alcanzar un fin narrativo, Ávila explota la palabra «desierto», contraponiendo sus connotaciones naturales —aridez, esterilidad, sosiego, inmovilidad— con las connotaciones opuestas evocadas por la palabra «mar» —agua, vida, pasión, movimiento. El eslabón es la palabra «sed», que normalmente asociamos con el desierto y no con el mar, afirmando que uno se origina en el otro a causa de ella: un paisaje es el cadáver del otro. Es una explicación de orden mítico, por supuesto, pero es innegable el dominio de Ávila para suscitar asombro.
2. La distinción entre prosa y poesía
La nebulosa distinción entre la poesía en prosa y el cuento breve comenzó a ser despejada en El Salvador por Ávila, quien también cultivó tempranamente el verso libre. Cuando Miguel de Unamuno leyó el brevísimo cuento “El desierto” de Ávila, reconoció inmediatamente el ardid del salvadoreño con una paráfrasis más literal: «“un mar que murió de sed” de agua dulce», escribió Unamuno en una carta fechada el 5 de abril de 1928, un jueves santo. Y luego reflexionó: «¿Alimenta la mar a los ríos o estos a aquélla? Dios vive también de los hombres». Es claro que “El desierto” es una fábula concebida con implacable lógica, abierta a la interpretación del lector, pero sin las amplias posibilidades polisémicas de una imagen poética, debido al control que el autor ejerce sobre la estructura del cuento, en este caso la estructura de una sola oración. En su popular libro El mundo de mi jardín (1927), Ávila separó los textos de orden metafórico de los textos de orden narrativo, declarativo o reflexivo en secciones claramente definidas.[3]
Lo que separa un texto poético de un cuento no es la distinción formal entre verso y prosa, sino una distinción discursiva. En El Salvador, esa concepción quedó establecida con la aparición de Poemas en prosa de Emma Posada en 1935, aunque escritos en 1930 cuando la autora contaba con 17 años.[4] A pesar de su paso fugaz por las letras salvadoreñas, su influencia no puede ser menospreciada. Miguel Ángel Espino escribió el prólogo al breve libro y Claudia Lars la incluyó en su clásica antología de poesía publicada en la revista Cultura[5].
En sus mejores textos, la joven poeta introduce a nuestras tierras la escritura surrealista, que se distingue en este caso porque las imágenes actúan y ejercen la acción, como en el hipnótico cuadro onírico “Noche mendiga”: «La geometría gris de la tristeza descuelga un arco trágico sobre el lomo del tiempo»; «La ciudad mendiga duerme cubierta con sus harapos»; «un perro triste lame la luna enferma» —mis énfasis demuestran cómo Posada utiliza los verbos como puntos de equilibrio para imágenes que pueden ejercer el papel de sustantivo o predicado de la oración. A pesar de crear una atmósfera cargada de significado, la ausencia de un discurso narrativo se hace evidente de inmediato. Con todo, este es un texto impresionante por la forma en que sugiere cómo el origen de los cuentos de hadas se halla en los estados sicológicos generados por la pobreza y el miedo.
3. El microcuento en El Salvador
Continuamente recreamos el mundo, nuestros mundos, a imagen de la palabra. Este proceso de recreación sólo muy raras veces figura como tema narrativo. Pero en el microcuento, donde la omnisciencia —el punto de vista absoluto, «divino»— ocurre con naturalidad, los autores caen en tentación y nos revelan los arquetipos de la creación, los modelos de la ilusión y los paradigmas estéticos que se manifiestan por medio de la escritura narrativa. Esta línea conceptual —y de manera sutil representa también una corriente metaliteraria en la narrativa—, ha dominado la forma y los contenidos del microcuento en El Salvador durante los últimos cien años.
Después de Ávila —que era un postmodernista arraigado en el siglo XIX, después de todo—, el primer escritor salvadoreño en establecer un mundo vivo y propio que encarna con fidelidad su temperamento y su visión de mundo fue Salvador Salazar Arrué, “Salarrué”; un pequeño dios de la palabra, si se quiere. Su cuento “Los dioses” posee el mismo talante que encontramos en el resto de su obra: la distancia irónica de los sujetos que le permite, simultáneamente, asumir sus voces y representarlos con fulgurante escorzo:
«El rostro de los dioses se asomaba al abismo y allí los hombres mínimos se destrozaban los unos a los otros llenos de pasión. Los dioses de faz serena sonrieron una vez más y dijeron:
—Todavía no.»
Este cuento, por supuesto, es sobre los hombres, quienes nunca se aproximan siquiera a estar prestos para los dioses.
Respondiendo a un paradigma distinto, es la misma naturaleza humana, su inclinación por la autodestrucción, la que da sentido y razón al cuento de Álvaro Menén Desleal “El hacedor de lluvia”:
«En cierto pueblo había un hombre que hacía llover a voluntad. Un día, borracho, desató una tormenta y murió ahogado.»
Aunque el cuento de Salarrué recurre a la fantasía, es ante todo una fábula que establece una relación mítica entre dioses y hombres; los personajes, abstractos, existen en función de la visión del mundo que al autor desea transmitir. Por otro lado, el cuento de Menén Desleal es, propiamente, un cuento fantástico, dominado por la cualidad mágica del personaje que hace llover a voluntad. Ese don, una vez establecido, encierra la clave del destino del personaje.
Menén Desleal, el primogénito de la posmodernidad en El Salvador, escribe sus cuentos desde dentro, revelando su mecánica interna a partir de la identificación explícita del personaje o del hecho central. Sus cuentos se presentan ante el lector conscientes de ser objetos de naturaleza narrativa. Para Menén Desleal un autor no es un dios, sino un miglior fabro —un mejor artífice—, y con derecho a regalías, diría él.
Cristóbal Humberto Ibarra publicó en 1968, en pleno auge del existencialismo y de las revueltas estudiantiles en todo el mundo, Cuentos breves para un mundo en crisis, un libro insólito que hace uso de tres fuentes para explorar la crisis espiritual del hombre moderno: la filosofía, el evangelio cristiano y el papel del artista contemporáneo. Figuras históricas como Heráclito y Zarathustra, Jesús y Judas, Paul Valéry y John Barrymore aparecen para elucidar y evidenciar las causas de la crisis. Para Ibarra, el hombre moderno es un receptor fallido e imperfecto del conocimiento y la tradición: su crisis es una crisis de interpretación. La Biblia, la filosofía, la ciencia y las artes no son esferas humanas de concordancia sino de división: todo texto incita lecturas múltiples y contradictorias; cada lectura reescribe y transforma, como en un palimpsesto, los textos canónicos. En el cuento “El poeta”, incluso Dios está atrapado en el precario espacio de las palabras de un «creador» literario:
«He despertado. Mas reconozco que, como dios, soy un fracaso. Porque a pesar de los billones de milagros que realizo diariamente —y los que tengo realizados desde la eternidad—, no logro escaparme de este sencillo instante lírico, de este ingrávido lazo poético con el cual el creador —durante mi sueño—, me ha atado a su creación.»
Estilísticamente, los cuentos breves de Ibarra han caducado, se sienten anticuados. Pero no podemos negar que abrió campos nuevos de indagación metafísica recurriendo al juego literario.
En “Oficio de iluminación”, la visión chamanística de Alfonso Kijadurías sitúa al autor en una situación de mayor humildad y entrega. Los actos divinos y espirituales son atributos de seres marginados por la sociedad. El personaje es un pobre indio, un ser denigrado que se dedica a realizar lo imposible:
«Soy indígena y para demostrarlo aúllo como lobo. La gente lo sabe, mas tratan de ignorarme dándome los oficios más ruines, pero yo aúllo más, hasta bajar la luna a la altura de la nariz. Aún así siguen creyendo que es obra de lo sobrenatural y no de un pobre indígena, cuyo oficio consiste precisamente en aullar y hacer bajar la luna.»
El artista o el autor, parece decirnos Kijadurías, es un instrumento de su propio oficio. Haciendo uso del mismo símbolo, la luna, Castrorrivas abandona toda explicación mítica y nos confronta con el más sucinto ejemplo de literalidad que hemos conocido:
«Esto pasó hace un millón de años: Uk tomó a su hijo de la mano, señalóle la luna y emitió un gruñido.»
En su cuento sobre el arte de contar, “La brevedad del cuento”, Uk, el personaje, es un arquetipo del narrador, que no hace nada más que señalar lo evidente. Su labor es un gesto, su obra un gruñido. Y esto sucede desde hace un millón de años.
El período que vio surgir las primeras obras de Kijadurías y Castrorrivas, entre 1960 y 1975, estuvo marcada, por un lado, por crecientes alardes sobre la necesidad del compromiso político de los intelectuales a favor de los oprimidos y, por otro, por el desenfado social y por la experimentación con las formas literarias. Aunque el término “realismo social” fue ampliamente utilizado, muy raramente hemos visto verdaderos ejemplos de una práctica estética netamente realista-social. Hay más evidencia de los caminos alternos: el legado del surrealismo y la lenta asimilación de las vanguardias de principios del siglo XX, el naciente arte pop, el collage, así como de la caracterización de comportamientos sociales que incluyen la rebelión contra el autoritarismo, la experimentación con las drogas y la liberación sexual.
En ese mismo período emergieron tres poetas excepcionales: Rolando Costa, Ricardo Lindo y David Escobar Galindo. Este último se ubicó al centro de la tradición y realizó un esfuerzo formidable para renovar las fuentes de esa tradición. Los primeros dos rompieron con las formas de la tradición y borraron las fronteras entre la poesía y la narrativa. Los tres experimentaron con las posibilidades plásticas del lenguaje, desencadenando mundos orgánicos con imaginarios propios. Los libros Helechos de Costa, XXX de Lindo y La rebelión de las imágenes de Escobar Galindo, publicados entre 1971 y 1976, ejercieron una enorme influencia en los escritores más jóvenes.
El cuento “El ojo”, de Costa, apareció a finales en 1968 en la revista de la Universidad Nacional La pájara pinta; era el texto “A” de la colección que formó la base para el libro Helechos (1970, San Salvador.) Es inevitable asociar el nombre del personaje del cuento, Sorën, al del filósofo danés que tomó la realidad de una «conciencia desgarrada e infeliz» como punto de partida para una filosofía de la existencia. «El auténtico caballero de la fe es testigo, nunca maestro», escribió Kierkegaard en Temor y temblor, «en ello radica su profunda humanidad»[6]. Costa, un escritor radicalmente humanista, llegó a creer que el hombre había perdido su humanidad, que había sido «despoblado»[7] por la modernidad, y concibe un mito del origen para su propio libro:
«Asoma la cabeza. Entra y camina directamente sobre el reflejo hacia el punto que lo centra y en torno al cual todo está repitiéndose. Salta, se encuentra a sí misma en el torbellino de luz y hiere con el pico.
El agudo estruendo la rechaza y cae al aire en donde —perseguida— se sumerge arrastrada por su doloroso impulso.
En la rama, desde allí, mide la extensión florida de su libertad; alivia el pico entre sus alas, que enrojece, y vuela; cambia de centro el universo.
Así fue recibido. Así fue como Sören, cíclope sombrío, quedó tuerto desde su niñez.»
El cuento fue desgajado del libro porque al final Costa le concedió a la naturaleza, a lo que no es hombre, la oportunidad de testificar en nombre de lo «humano» en el mundo. Pero su bello cuento perdura como la muestra radical de un paradigma de la realidad cuyo centro es inestable.
Es difícil no rendirse ante la ingenuidad y el ingenio de “Dos gotas”, una de las Fábulas (1976) de Escobar Galindo. El humor y la simplicidad de tratamiento de un tema espiritual nos recuerda al Salarrué de los Vilanos. Pero Escobar Galindo es un autor postmoderno que emergió durante el período del «Boom» y escribe con plena conciencia de la tradición literaria que le precede:
«Un niño corría por la playa, y de pronto su pie dio contra el filo de una piedra, y en un hueco de ésta quedó una gruesa gota de sangre. Acababa de pasar una ola más grande que las otras, y en otro hueco de la piedra había dejado un espejito de agua de mar. Ambas —la gota de sangre y la gota de mar— se observaron por un instante. Y la gota de sangre preguntó:
—¿Quién eres?
Respondió la gota de mar:
—El mar. ¿Y tú?
—Un niño.»
Las Fábulas se inscriben en el esfuerzo de reinvención de este antiguo género tal y como fue propiciado por maestros como Arreola y Monterroso. No es la moral circunstancial —el hábito y el decoro— lo que estos autores exploran, sino el marco más amplio de la ética. Por eso el eje de “Dos gotas” es una pregunta: «¿Quién eres?».
“La ciudad y un fósforo” es el cuento más difundido de Lindo. Y con razón. Es uno de esos casos en que la última línea del cuento ilumina y transforma lo narrado:
«En un punto del desierto hay una ciudad de espejos. Los espejos son tan pequeños y están distribuidos de tal modo, que basta encender un fósforo para que la ciudad resulte profusamente iluminada. La noche más oscura desaparece bajo el poder de un fósforo.
Hay caravanas enteras enceguecidas al encontrar la ciudad a pleno sol. Caminaron al azar, tanto más tenebrosas por dentro cuanto mayor era la claridad a su alrededor, hasta ser devoradas por las mudas extensiones de arena.
Esta ciudad es un cuento.»
De alguna manera, un cuento es, como Lindo sugiere, una ciudad de espejos que la luz de la conciencia del lector puede iluminar una y otra vez, en cada lectura. Pero al hacer uso de todas las denotaciones posibles de la palabra “cuento” —una narración, una historia, una fábula, una ficción, una mentira— no deja de sorprendernos el poder de persuasión del autor. Rehusamos aceptar que una ficción es una mentira, que la ciudad de espejos es una invención. Al conocer las ilusiones perfectas de la literatura, aceptamos la verdad del poder de la imaginación. “La ciudad y un fósforo” no sólo logra conjurar un mundo fantástico, pero innegable, también se erige como una imagen, un símbolo de la relación entre el arquitecto de ficciones y el viajero inmóvil de las letras.
De las nuevas promociones de narradores salvadoreños, los autores que han explorado las posibilidades del cuento breve, incluyendo el microcuento, a partir de la década de 1990, son Jacinta Escudos, Jorge Ávalos, Mauricio Orellana Suárez, Rubén Merino, Claudia Hernández y Ana Ligia Orellana, entre otros. De estos, basta citar un ejemplo que sorprende por la manera en que el autor aplica algunos rasgos del neobarroco latinoamericano — complejidad y disolución; distorsión y perversión; el “más o menos” y el “no sé qué”[8]— a un texto tan lacónico.
Las hipocresías sociales son el blanco favorito de las provocaciones y transgresiones de Orellana Suárez. En su colección Mínimos cuentos (2001), retoma los procedimientos de Ibarra y Castrorrivas pero se enfoca en los ritos y las ceremonias sociales, todo lo que pueda evidenciar la crisis de las relaciones humanas. En conjunto, estos cuentos son una galería de traiciones y deslices, así como de las máscaras y falacias asumidas para ocultar esas faltas originales. “El broche de oro” ejemplifica la mordacidad del autor tanto como el carácter grotesco de las situaciones que tiende a retratar:
«Al día siguiente de sufrir el aborto, Magali se lució en la cocina, según dijo “para cerrar con broche de oro” la reconciliación con su novio. Todo estuvo exquisito: la carne, el arroz, la ensalada, el vino… y ese extraño y delicioso postre. La plática de sobremesa giró alrededor de la magistral obra de Goya, específicamente del famoso cuadro aquél: Saturno devorando a uno de sus hijos.»
En sólo sesenta y siete palabras, Orellana Suárez hace relucir temas tabúes cómo los celos, el aborto, la venganza y el canibalismo. Y, ¿por qué no?, si no hace nada más que describir una cena en un hogar burgués.
[1] Calvino, Ítalo. Seis propuestas para el próximo milenio. Madrid, Siruela, 1994.
[2] Notables por sus muestras exhaustivas son los libros: The prose poem, una antología internacional editada por Michael Benedikt (Dell: Nueva York, 1976); y Antología del poema en prosa en México, editado por Luis Ignacio Helguera (Fondo de cultura económica: México, DF, 1993).
[3] Ávila, Julio Enrique. El mundo de mi jardín. Centro editorial salvadoreño, San Salvador, 1927. La carta de Unamuno sirve de introducción a todas las ediciones posteriores de este libro.
[4] Ese año, precisamente comenzaron a ser publicados en el periódico Patria.
[5] Cultura, Nº 54, Ministerio de Educación, San Salvador, diciembre de 1969.
[6] Kierkegaard, Sören. Temor y temblor. Alianza Editorial, Madrid, 2001.
[7] Ávalos, Jorge. “El retorno del testigo”. Revista Cultura Nº 87, San Salvador, 2003.
[8] Calabrese, Omar. La era neobarroca, Cátedra, Madrid, 1989.
JORGE ÁVALOS (1964). Escritor y fotógrafo salvadoreño, editor de la revista La Zebra. Como cuentista ha ganado los dos premios centroamericanos de literatura: el Rogelio Sinán de Panamá, por La ciudad del deseo (2004), y el Monteforte Toledo de Guatemala, por El secreto del ángel (2012). En 2009 recibió el Premio Ovación de Teatro por su obra La balada de Jimmy Rosa. En 2015 estrenó La canción de nuestros días, por la que Teatro Zebra recibió el Premio Ovación 2014. En El Salvador ha ganado el premio nacional de ensayo 2020 por Las tres muertes de Alfredo Espino, el premio nacional de cuento 2021 por El espejo equivocado y el de teatro infantil 2021 por El niño que no se quería bañar.