Un relato autobiográfico y humorístico de un idiosincrático poeta salvadoreño que murió prematuramente.
José María Cuéllar
La Zebra | # 86 | Febrero 2, 2023
Plano inclinado
I
Cuando uno lee a Cervantes a los nueve años se queda asombrado, y espera la primera ocasión en que la familia se reúne para decirles a boca de jarro que El Quijote no es un secreto para nadie y menos para uno, que lo conoce de punta a punta.
Cuando uno espera la reacción favorable a semejante osadía, se le viene en mente que a los señores no les interesa El Quijote, y que sólo conocen las aventuras del semejante caballero por oídas; inmediatamente hay que imaginárselo gastado y torpe en los labios de tan distinguidas personas.
II
Hay que aprovechar la primera oportunidad que se presente para esfumarse ante la mirada un poco triste de la madre. Deslizarse pegado a la pared, sin hacer nada de ruido. Poner el pie derecho, luego el izquierdo, en una forma que baste el primer movimiento en falso, para caer sobre el tío cuya ira es el problema más grave. Lo veo y parece que dirá ¡a la puta! y se pondrá a reír con esa risa que tenía cuando lo pusieron en una caja negra en medio de la casa con cuatro candelas.
Uno se va haciendo pequeño a medida que va raspando la pared con el pantalón y llega a poner las manos en los ladrillos helados y en esa posición avanza hacia la puerta que está exactamente bajo los hombros de la persona que uno va a golpear con la cabeza, pues a esta altura hay que cerrar los ojos y caminar rápido para llamar la atención de los presentes, pues ya se han olvidado de que uno conoce a Cervantes y que se los dijo a gritos y que nadie se asombró de tal prodigio. Mientras voy pensando esto procuro salir de la casa, echando una mirada de soslayo a un señor de bigote que, según dice mi mamá, peleó en una guerra y que allí aprendió a fumar para espantar a los mosquitos.
La puerta comienza a parecerme un poco larga a pesar de haber calculado con los ojos cerrados una distancia dos veces con los ojos abiertos. Alguien me jala de las orejas en el preciso momento en que sale de la sombra una risa burlona que yo conozco muy bien, y que parece una provocación como de gente mayor, pero que no lo es, porque es Miriam, la del pelo dorado que vive cerca de los palos de pan, y creo que en este momento viene de traer unas medicinas de la farmacia de Los Desamparados y que ha pasado frente a la puerta y ha visto la reunión familiar y le ha dado risa verme en una posición que ella considera bayunca. Me voy siguiendo la risa, pero al llegar a la puerta, reflexiono y digo una palabra que es sinónimo de babosada, pero que no lo es, y vuelvo a la posición con que andan los mayores y que ellos consideran correcta.
III
Me gustás, le digo a Miriam. ¿Qué hacías allí, me dice, haciendo pucheros bien bonitos? Jugaba, le digo. Si vas a ser mi hombre, quiero que jugués sólo conmigo. Si ni tenés chiches. Hee, pero dice mi mamá que ya soy señorita y que pronto me voy a casar y la voy a dejar. Tu nana es pisirica. ¿Qué es eso? Que es mentirosa porque ni pelitos tenés. Mi mamá dice que sólo los hombres tienen pelos y que les hiede. ¿Y a vos no te hiede? No, porque ya oriné. Ah. ¿Jugamos en la tarde en tu casa? Sí, pero de otra cosa. No, de lo mismo. A pues no, porque voy a hacer la primera comunión. Sos una miedosa, tenés miedo que te toque ahí. No. Tocá, si querés, pero antes de la comunión porque después dice mi mamá que voy a estar casada con la virgen. Ah, y le toco bastante y quiero verlo y me dice ¡No! Ahí viene la niña Mirita. ¡Qué están haciendo muchachitos! Nada, ¿verdad? Sí, nada. Ajá, ya le voy a decir a tu nana, ¿oís bicho pícaro? He visto que le estabas tocando a esa entre las piernas. Es que tenía una hormiga, ¿verdad? Sí. Bueno… si los vuelvo a ver juntos ya van a ver. (Y se fue con sus chancletas haciéndole rum, rum, como palomas viejas). Entonces, ¿en la tarde?, le digo. Sí, me dice, y hoy vamos a jugar todos los días para que aprenda esa vieja chismosa. Pero yo te voy a tocar, ¿oíste? Sí, bueno. Y me voy haciéndole así a los dedos, y al llegar a la puerta oigo que mi mamá me llama y digo ¿sí, mamá? Don Casimiro te regala cinco para una piscucha, me dice. A ver, le digo, y salgo corriendo y cantando en una choza muy humilde llora un niño…
IV
Vagamente recuerdo que hacía un calor de todos los diablos y que mi preocupación inmediata era comerme un helado de fresa o tomarme un refresco de chan, pero la fogosidad del orador, que en ese momento tenía la palabra y que había dicho patria con gran heroísmo, me produjo tal emoción que sentí un vientecito en el pecho y deseos por hacer algo que admirara la gente. Debe disculpárseme tal arrebato, pues en ese tiempo me ponía de pie al oír el himno nacional y declamaba con los ojos trabados la famosísima oración a la bandera. No recuerdo con exactitud si se trataba de la Plaza Libertad o de otro terreno baldío, pero sí que había regular número de gente parada. Un señor de lentes me dijo en ese momento má cipote, llevale este botón a tu papá y decile que vote por el prud que es el mejor partido. Sí, señor…
A toda la gente se le veía contenta y luciendo su botoncito prendido a la camisa o en la solapa del saco. Una señora gorda decía con inmensa dulzura a su vecina y vieras qué guapo. Ay, sí, es el coronel más guapo que he visto en mi vida, ya lo vas a ver. En ese momento subía a la tribuna un señor de cachucha bastante colorado de la cara y entonces la gorda le decía a la otra miralo, miralo, ¿no te lo dije? Y la otra sí, vos, es cierto, y dicen que es bueno con los pobres y que los ricos lo quieren mucho. En ese momento se oyen aplausos por todas partes, y un señor de nuca roja grita con tal frenesí que hasta se le hinchan las venas del güegüecho. Hay algo que me recuerda la clausura de la Pacheco Castro cuando saqué sólo dieces y decían que tenía aptitudes para la agricultura. Yo creo que es el montón de gente o el olor a polvos Para Mí, que vienen en unos sobrecitos amarillos con una muchacha bien pintada y que enseña los dientes de lo bien contenta que está.
En el último aplauso comienzo a retroceder y la gente, en sentido contrario me lleva de aquí para allá pues el míster de cachucha ha terminado de hablar y todos le quieren dar la mano, y una señora empuja a la hija y le dice andá hija que te vea y decile que sos del comité, andá, no seás boba. Otro grita ¡viva mi coronel!, ¡viva! Una señora de delantal rojo quiere darle una minuta al coronel, pero es rechazada por un señor que dice, fuertemente, permiso, permiso. Después supe que estos se llaman orejas, porque un señor que estaba parada en la esquina del almacén París, Volcán, o sea enfrente de La Dalia, dijo que esos eran orejas que lo andaban cuidando. ¿Quién se va a robar a semejante hijueputa para que lo anden cuidando?, dijo. Se le veía que estaba bien bravo porque dijo que él no aplaudía a los tiranos, pues eran unos ladrones, y que por eso estaba el país como estaba, y que eso sería confundir el queso con la manteca, el papá con el pupú o el gato por la liebre. Francamente, dijo, el pueblo no ha perdido los dientes de leche…
Entonces lo decidí: me comería el helado de fresa.
JOSÉ MARÍA CUÉLLAR (1942-1980). Poeta salvadoreño y maestro de educación básica. Quedó fijo en la literatura salvadoreña como un moderno “poeta de pueblo” creada por Crónicas de infancia, su más conocido libro, publicado en 1971. Pero además de su otra poesía, muy urbana —reunida en los libros Diario de un delincuente (1976), La cueva (1979) y Los poemas mortales (1974)—, incursionó en el ensayo, la narrativa y la dramaturgia. Una gran parte de su trabajo literario quedó inédito. En 2016 la Editorial Universitaria de El Salvador publicó su Poesía reunida. Falleció a los 37 años en un accidente de tránsito mientras conducía su motocicleta.