Tres minificciones inéditas del poeta salvadoreño, autor de Las crónicas de infancia.
José María Cuéllar
La Zebra | # 86 | Febrero 2, 2023
Los sueños
Como un cuarto que se repite muchas veces en la memoria, pasaban los días. Doña Paula juntaba todas las mañanas los zompopos muertos de la cocina y los colocaba al pie de las Maravillas. Era algo que había hecho muchos años. Ignoraba por qué se morían en la noche y no en el día o por qué se morían, simplemente. Al amanecer abría la ventana, con gran cuidado para no destrozar una tela de araña que moraba en uno de los batientes, y se lavaba la boca.
Siempre había un jarrón esperando las manos de tabaco de doña Paula, junto al San Roque, abogado de las mordidas de los perros con rabia. Era la única virgen de la casa y vivía orgullosa de eso y lo decía cada vez que se presentaba la ocasión. En misa era la más fervorosa y la que daba más limosna. Todo mundo volvía los ojos cuando el sacristán extendía el plato hasta doña Paula y también todo el mundo guardaba la imagen auditiva de las monedas chocando entre sí.
* * *
La primera vez que escuchó las canciones de Gardel tenía 15 años, y acababa de darle de comer a las gallinas en el patio. Ese día aceitó los candados, pulió los candelabros, hizo rechinar las camas, se acordó de sus sueños y se vio veinte veces a escondidas en un pequeño espejo.
Perucho hablaba con ella todas las tardes. Era bajito, tenía trece años y vivía con la boca abierta y le gustaba tomarle la mano a Paula y sobársela un buen rato, hasta que ella le decía: “¡A la chucha vos! ¿Cuándo vas a terminar de sobarme la mano, como si sólo eso tuviera?”
Perucho la amaba, y ella lo sabía. La primera vez que se dejó tocar las chiches fue el 2 de noviembre, día de su santo. Esa noche tuvo sueños con personas desconocidas que querían tocarla.
Perucho no llegó a abrirle la ropa, pero soñó durante veinte años su carne llena de nidos.
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Doña Paula despertó. Su piel estaba húmeda por el aguacero de julio. Durante veinte años había soñado que era poseída con furor.
Todo comenzó al siguiente día de cuando Perucho le tocó las chiches. Durante veinte años él había penetrado a su alcoba en sueños, y ella lo había recibido…
Su familia tenía noventa años de misterio. Doña Paula Burgos fue la segunda hija del matrimonio. Años después supo que su madre le había deseado la muerte, pero quien se murió fue su hermana mayor, María Teresa.
* * *
Perucho llegó con las tortillas una tarde de febrero. Ella lo miró y le preguntó si se llamaba Perucho, y le contó que tenía un jardín exclusivo para las Maravillas; la siguiente vez le contó que tenía un espejo y un gusano tortolita y así todos los días hasta llegar a la época en que Perucho le sobó la mano y después las chiches. Al siguiente día comenzó a soñar.
Perucho se fue de la ciudad un día, y ella empezó a ver las cosas despintadas y los retratos de la familia con tristeza.
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Doña Paula amaneció muerta. Bajo sus nalgas había un charco de agua oleaginosa y en las patas de la cama cuatro cazuelas no dejaron jamás que se subieran las hormigas.
El Baluchiterio
“El baluchiterio, gigantesco animal del tamaño de una casa de siete pisos, antecesor corajudo del rinoceronte, y con una máquina estomacal fabulosa, que vivía condenado a comer indefinidamente, hasta que moría de cansancio…”
Por la ventana semiabierta se colaba un aire húmedo, que inundó la pequeña habitación. Aire putrefacto, mensajero de vegetales en descomposición, de insectos fantasmagóricos y mariposas colosales.
“…aparece en la época terciaria, y es contemporáneo del Orehippus, caballito de unos treinta centímetros de altura que se perdía entre los helechos gigantes. También del Glipodonte, de unos cuatro metros de alzada, de sangre caliente, precursos glorioso de nuestro armadillo.”
El hombre puso el libro de pasta roja sobre la mesita de noche, e inconscientemente alargó la mano y apagó la luz de la lámpara. Se dio vuelta en el lecho, buscando una posición más cómoda y siguió durmiendo profundamente.
Inexplicablemente empezaron a desaparecer los objetos más cercanos a la cama, mientras el aire se volvía glacial y un rumor como de ramas quebradas se escuchaba indistintamente. Se esfumó el techo y aparecieron las estrellas enormes y luminosas.
El hombre se dio vuelta, esta vez en sentido contrario, pero su rostro y sus manos habían cambiado y su respiración era grotesca.
Desaparecieron una a una las flores del patio, el sillón antiguo, el reloj de pared. El ruido biológico de plantas en crecimiento, casi lo despierta.
Abrió los ojos y de un salto se puso de pie con la maza de piedra, listo para la defensa. Pero no había peligro, pues era un baluchiterio, que hacía ratos desgajaba los árboles mientras él dormía.
Funeral
En el año dos mil cincuenta, el mundo asistía a uno de los funerales más extraños de la época. Tres décadas en el pasado, los periódicos y las cintas habían anunciado este infausto suceso. Las personas que en una y otra forma estaban ligadas en parentesco con la moribunda, eran tratadas con especial interés.
Esta criatura tenía 1595 años de vida y había empezado a morir desde el momento en que vino al mundo. En los carteles desplegados para la atracción del turismo se destacaban sus grandes cualidades románticas y su fidelidad hacia los hombres que la amaron.
Desde su nacimiento, su hermoso cuerpo estuvo plagado de canales voluptuosos que despertaban el amor de los soñadores. Miles de poetas cantaron su belleza.
“En el año de mil novecientos cincuenta de la era atómica”, decía la historia, “varios científicos diagnosticaron su enfermedad, pero se encontraron imposibilitados de curarla. Muere a razón de tres centímetros por década, y su enfermedad, que no es contagiosa en manera alguna, es debida a una excesiva cantidad de sal que le va corroyendo poco a poco las entrañas.”
Pero en los últimos años de esta era —ya decrépita y enferma— fue abandonada a su suerte, por lo que muchos sabios aseguran que su fin se precipitó y que su muerte se debió, más que todo, a la soledad.
Y así, los hombres del siglo XXI, asistieron al ocaso de la Serenísima. Su nombre, de todos conocido a través del tiempo, es singularmente hermoso. Quede, pues, testimonio de Venecia, bellísima ciudad erigida en el año 459 de la era cristiana.
JOSÉ MARÍA CUÉLLAR (1942-1980). Poeta salvadoreño y maestro de educación básica. Quedó fijo en la literatura salvadoreña como un moderno “poeta de pueblo” creada por Crónicas de infancia, su más conocido libro, publicado en 1971. Pero además de su otra poesía, muy urbana —reunida en los libros Diario de un delincuente (1976), La cueva (1979) y Los poemas mortales (1974)—, incursionó en el ensayo, la narrativa y la dramaturgia. Una gran parte de su trabajo literario quedó inédito. En 2016 la Editorial Universitaria de El Salvador publicó su Poesía reunida. Falleció a los 37 años en un accidente de tránsito mientras conducía su motocicleta.