Jorge Ávalos: «La condición de la libertad» (editorial)

No hay libertad sin diversidad, ni diversidad sin identidades divergentes, argumenta el autor.

Jorge Ávalos
Arte de Carlos Cañas
La Zebra | # 79 | Julio 1, 2022

El ejercicio de la libertad comienza en nosotros, con nuestro cuerpo.

No podría comenzar en ninguna otra parte.

Pensamos en la libertad como una condición social del individuo, pero antes de reconocernos como un ser particular, antes de comprender que nuestra individualidad podía ser este sentido de autonomía dirigida por nuestro libre albedrío, tuvimos que llegar a esta noción de que éramos un ser distinto, de que, si bien somos parte de una familia, una comunidad y un grupo social determinado, también éramos otra cosa, un ser humano aparte.

Nuestra conciencia de la libertad tiene su piedra angular en la toma de conciencia de que tenemos una existencia física distintiva, propia, separada. Es a partir de esta revelación que comenzamos a construir nuestra identidad. Para hacerlo, nos vamos ubicando en algún lugar entre lo que nos separa de los demás y lo que nos acerca a ellos. En este proceso, tan personal, nos podemos perder en una identidad social heredada, y fundamentarnos en la pertenencia, o podemos desgajarnos de nuestro origen y ampliar nuestro horizonte para crearnos una identidad lo más auténtica y singular posible, y fundamentarnos en la diferencia. Entre estos dos puntos, se despliega un amplísimo espectro.

En la infancia, la libertad es un acto inconsciente, una necesidad de articulación en el espacio: un agitar de los miembros, un gatear desesperado sin un fin determinado, un correr desprotegido, separado de la mano protectora de la madre, un gritar sin sentido por el solo gusto de gritar. Ser en la plenitud de la niñez, locamente, fue el primer ensayo de una expresión personal: sin saber quiénes éramos, sin conciencia de ser, aprendíamos a expresarnos, a sentirnos libres.

Sospechamos las posibilidades de la libertad, antes de comprenderla.

Esta libertad naciente es mucho más que expresión, es una actitud. Es mirar al mundo con curiosidad, primero, y, luego, con descaro. Es señalar lo que llama nuestra atención, o hacer caras de desprecio o de miedo a lo que nos repugna o asusta. O, todo lo contrario: despierto el asombro o la emoción maravillada, es reaccionar complacidos a lo que nos da alegría, a lo que nos hace felices, a lo que amamos, a lo que queremos, e incluso a lo que deseamos, pero no podemos alcanzar. El aprendizaje de la libertad es, antes que nada, una afirmación sin tapujos de lo que somos.

La educación, como ya sabemos, es una expansión continua de la conciencia, pero tiene un costo social: es un compromiso. Cierto grado de conformación social se nos impone como una obligación. Entre el deber y el derecho hay, al parecer, una correlación, o, al menos, eso se nos dice. Se nos exige, además, decoro, respeto, límites. No deberíamos insultar ni lastimar. Tal vez no es tan buena idea ser francos todo el tiempo, se nos advierte. La verdad puede ser hiriente. Más de alguna vez oímos que la discreción tiene sus ventajas. Para algunas personas, descubrimos con aprehensión, la mentira es una herramienta social. La mentira, sin embargo, es también un puñal de doble filo: el que la usa como moneda de cambio, termina estafándose a sí mismo, negándose algo de sí mismo. Es así como la libertad es coartada de tantas maneras bajo el pretexto de una educación y adaptación social, poco a poco, casi sin que lo notemos.

Pero siempre hay una persona que no puede coartarse la libertad porque no hay ni mentira ni sentido de decoro que pueda contener su verdad. Mentir y mentirse va siempre de la mano cuando se trata de una identidad falseada, fraudulenta. Traicionarse a uno mismo de esta manera puede llegar a ser intolerable. De cualquier modo, ¿por qué habríamos de querer esto, tener a un conocido, a un amigo o a un familiar con una falsa identidad? ¿De qué nos sirve eso?

Pues no sirve. Nadie está dispuesto a ser un juguete roto, un corazón sin cuerda, un triciclo con una sola rueda. Así que llega el día en que la borda se rompe y vivir en la verdad adquiere el valor que siempre debió haber tenido. Y si ya sabemos que la sexualidad tiene muchos rostros, que hay una L, una G, una T, una B, una Q, y una I, apenas sospechamos que hay detrás de alguna incógnita X o Y o Z. Esto que no tiene límites no es la sexualidad como tal, sino la multiplicidad de formas que puede tomar el amor. Una sola persona, en un solo momento y a lo largo de su vida, puede amar y expresar su amor de maneras distintas. Nuestra propia capacidad para amar de formas diversas, por lo tanto, debería habernos preparado para la infinita diversidad del amor en el mundo.

La diversidad sexual ya existía cuando estaba oculta, y si su afirmación social parece desbordarse hoy en día, no es porque sea excesiva, sino porque viene de una zona de silencio forzado, de discreción absoluta y de completa denegación social. Por consiguiente, el cambio sólo parece haber sido explosivo.

La cuarta pared de la sociedad no fue nunca nada más que un espejo, y al otro lado del cristal se ocultaba lo que ella, la conciencia colectiva de la sociedad, no quería ver de sí misma. Esa denegación fue siempre una idea descabellada, una invitación a la esquizofrenia social, a un desgaste innecesario e improductivo del alma social en sus matices, y provocó una guerra silenciosa y oscura contra sí misma. Tarde o temprano este espejo se iba a romper. En el presente caminamos, con cuidado, sobre astillas de cristal.

El miedo actual a la diversidad sexual es como un miedo al infante que gatea, que hace expresiones sin pensar en las consecuencias, que todavía no sabe mentir, ni ser discreto. La identidad quiere afirmarse, existir sin diplomacia, ser libre para ser y hacer lo que todo su ser le demanda, ya poseído de un sentido pleno de libertad.

Una libertad recién descubierta es siempre inoportuna.

Lo que el ser socialmente condicionado olvida es que la diversidad no sólo existe en el ámbito social, sino también en el arco de la vida individual: entre el nacimiento y la muerte de una persona, la libertad será muchas cosas porque una identidad individual no es una condición inmutable.

El ser es diverso a lo largo de su vida: infante, anciano, ágil, tieso, flaco, gordo, saludable, enfermo, fuerte, débil, vigoroso, impotente, torpe, brillante, tímido, confiado, deseable, repugnante, deseoso, abyecto, serio, alegre, triste y feliz. Su identidad sexual sufrirá variaciones como en un espectro de colores a lo largo de su vida, incluso dentro del color de una sexualidad resuelta o de un género asumido con tenacidad.

Cada vez que alguien tiene que luchar por su propia libertad defiende la nuestra, porque sólo hay una para todos.

Lo sexual también se desarrolla como una flor metafórica en el cuerpo.

Antes de llegar a la edad en la que el deseo sexual nos sobrecoge, el cuerpo debe aprender a ser él mismo. Aprendemos los poderes del abrazo y la caricia, de la mirada y sus significados, del silencio y la paciencia, de la palabra y su potencia para sugerir lo que está oculto y no sólo para decir lo que ya damos por sentado.

También el individuo es sexualmente diverso a lo largo de su vida, y esto es verdad para todos, sin importar su orientación sexual. No es lo mismo ese caos desaforado que es un adolescente a ese ser que madura y puede enfocarse en un placer más exquisito, en el hallazgo que lo seduce y le dice de qué materia está hecha su alma. Las fantasías sexuales nos llevan por derroteros inesperados y quizás, prohibidos en el mundo real. Una fantasía nunca lastimó a nadie. En nuestro fuero interno, cada uno es un toro y una flor, la damisela y el dragón, el caballero y el hada, el profeta y la bruja, la cantora y el niño. Diferentes edades, diferentes deseos y fantasías. Y está allí, también, la realidad del sexo, la pragmática sucia, húmeda, mecánica de la sexualidad humana, que nunca se aboca a nuestras expectativas. Y aún así nos encanta el sexo, aunque nos traicione un poco, o mucho, porque al final es un juego, un desorden, una fiesta, un fracaso, un triunfo y un consuelo que cuesta mucho recordar.

Sí, con excepción de dos o tres momentos trascendentales, el acto sexual se suele olvidar. La memoria no lo cree tan importante en su carácter de realidad, aunque nunca falte en su forma tan esquiva de deseo o ilusión o imaginación erótica.

Y no, la potencia sexual de la persona joven no se mantendrá intacta a lo largo de la vida. El cuerpo cambiará y con él las formas que adoptarán el deseo y su resolución más práctica. La compañía se hará más importante con el tiempo, y no sólo la compañía física con las personas que amamos, sino también con las que apreciamos, las deseemos o no, sean de nuestro mismo sexo o no. A veces, incluso, es casi inevitable, muchos podrían terminar al lado de las personas que necesitan, no de las que aman, pues no siempre son las mismas.

Algunas ironías duelen, pero revelan de qué materia humana estamos hechos, y sólo muy rara vez la respuesta es santidad o heroísmo. Dos hombres heterosexuales que un día, siendo ya muy viejos, se acuestan en una misma cama para sentirse acompañados y superar la soledad profunda de sus vidas, no están cediendo a la homosexualidad sino a un sentido de humanidad que los libera del miedo. Una madre heterosexual que abraza a una hija que, imprudentemente, se enamoró de una amiga que la rechazó con asco, sabe que el amor incondicional consuela y llega más allá del lugar al que nos llevan los deseos, y que los abrazos fuertes y los besos de consuelo pueden más que un dolor tan brutal como la muerte.

La compasión no es piedad, es un amor que no reconoce barreras.

Ningún trayecto vital se hará en línea recta. Nuestra identidad crea sendas, caminos, veredas, pero no necesita crear fronteras. También hay que descansar. También es válido perderse, equivocarse, explorar, descubrir, retornar, visitar, detenerse, cambiar de dirección.

El que se cree fijo en su destino y verdad última, ha muerto.

Y qué decir del aprecio por la conversación, cada vez más deseable en sus áreas más enriquecedoras y profundas. Porque sí, hay también un deseo de la mente, una satisfacción en la comunión intelectual, y quien no la goza se pierde de algo que, sin ser sexo, es aún más orgásmico: el hallazgo de significado en la vida, de los significados en lo pequeño y en lo grande, y que llegan como revelaciones cargadas de las más diversas y contradictorias emociones. Ahora imaginen esto, con una copa de vino, y con sexo, además. Es la gloria.

Es absurdo negar o rechazar la diversidad social, porque es imposible negar la diversidad personal en el arco de la vida individual. La diversidad es una condición de la vida misma porque es un requisito de la libertad. No podemos tener una sin la otra porque no podemos ser libres sin existir desde nuestra propia diversidad en el tiempo, y sin tener conciencia de ser parte de la diversidad en el mundo. Sin diversidad no hay identidad, pues de lo contrario todos seríamos lo mismo, la masa, lo indistinguible del otro. Sin el sentido de identidad que sólo podemos descubrir en la diversidad, no hay libertad.

Cada vez que alguien tiene que luchar por su propia libertad defiende la nuestra, porque sólo hay una para todos. La diversidad no es un valor: es esta conciencia de la diferencia, es esta afirmación de que vale la pena luchar por una identidad auténtica.

Celebremos, por tanto, la diversidad que nos permite ser lo que somos, y no nos deja más opción que ser libres.


JORGE ÁVALOS (1964). Escritor y fotógrafo salvadoreño, editor de la revista La Zebra. Como cuentista ha ganado los dos premios centroamericanos de literatura: el Rogelio Sinán de Panamá, por La ciudad del deseo (2004), y el Monteforte Toledo de Guatemala, por El secreto del ángel (2012). En 2009 recibió el Premio Ovación de Teatro por su obra La balada de Jimmy Rosa. En 2015 estrenó La canción de nuestros días, por la que Teatro Zebra recibió el Premio Ovación 2014. En El Salvador ha ganado el premio nacional de ensayo 2020 por Las tres muertes de Alfredo Espino, el premio nacional de cuento 2021 por El espejo equivocado y el de teatro infantil 2021 por El niño que no se quería bañar.

Arte de Carlos Cañas: “Libre espacio”, 97 x 130 cm., 2013.