De cómo y por qué en El Salvador fue la mujer la que inventó la literatura comprometida.
Jorge Ávalos
Fotografía de Jorge Ávalos
La Zebra | #101 | Enero 28, 2025
En los últimos años he estado trabajando en un libro que cuenta las historias de las primeras mujeres intelectuales de El Salvador en el siglo XIX. No hay libros sobre este tema. No hay referencias. Todo lo que he investigado y escrito parte de fuentes primarias, lo que hace que el tema sea difícil de tratar porque a cada paso me toca llenar los vacíos históricos, explicar los contextos, y traer al frente lo que ha sido silenciado por tanto tiempo.
El siguiente texto no se pensó como parte de ese libro. Es, más bien, una respuesta a uno de los interrogantes más insistentes al que he tenido que responder al escribir sobre mujeres: ¿Por qué la obra de las primeras escritoras no tiene la misma calidad que la de los hombres?
Hay prejuicios y falacias detrás de esa pregunta. Pero la respuesta podría ofrecer una oportunidad para liberarnos de esos prejuicios y falacias. Por esta razón comparto estos apuntes.
Este ensayo tiene 6 mil palabras o el equivalente a 12 páginas, o a media hora de lectura. Me disculpo, pero creo que el contenido justifica su publicación. Recomiendo tomar una botella de vino mientras se lee.
I
Hace un siglo y medio la mujer centroamericana descubrió que había un solo espacio para expresarse públicamente: la página literaria. Y, en efecto, esta era la penúltima página de los periódicos. Apretujada justo antes de la última página, que solía reservarse a los anuncios menudos, había siempre una sección libre, un margen de dos o tres columnas, y a veces, con suerte, hasta la página entera, que el editor llenaba con poesía, algún cuentecito, una crónica de teatro y un par de chistes.
Este modelo de la página literaria es común a todos los periódicos de la región a partir de 1880. El hombre tenía el resto del periódico para sí mismo. La primera página comenzaba con el editorial y la noticia del momento. Los artículos de opinión, de hecho, tenían más peso que las noticias en sí. Una noticia, en esos tiempos, era lo que corría de boca en boca, y el periódico era el instrumento para el debate de la noticia y nada más. De hecho, una de las primeras notas periodísticas que consideraríamos moderna fue escrita por una mujer, y es la crónica de un feminicidio (ver Diamela).
No es que el periódico no fuera moderno por rechazar la información pura, sino que los espacios para la palabra eran muy limitados. Así que la noticia era para la sorpresa que corría de boca en boca, y las opiniones sobre los temas palpitantes eran para la lectura.
En este esquema la mujer no tenía voz alguna. Excepto, por supuesto, para expresar sus sentimientos. Al inicio, esta voz era tímida y sus temas se limitaban a aquellos que tenían validez social: su dolor como hija por la muerte de un padre o su emoción de madre por el hijo recién nacido. El amor como tal no era expresado, al inicio, por la mujer, debido al miedo a que fuese malinterpretada. Es decir, el deseo podía confundirse con la realidad, y la consecuencia de esto podía ser fatal para una mujer que debía permanecer virgen y pura hasta el matrimonio, y sumisa y servicial al hombre y a los hijos una vez contraía matrimonio. Una mujer debía cuidar su honor en todo momento de su vida. En el reino de las pasiones, la mujer era el objeto del deseo y nada más.
Poco a poco, sin embargo, comenzaron a aparecer las mujeres escritoras, y muy gradualmente ellas expandieron el territorio de lo que se podía decir en un poema. El artículo de opinión de la mujer todavía no tenía cabida en las dos décadas finales del siglo XIX (hay algunas excepciones notables, y suelen estar ocultas bajo un seudónimo). Pero la mujer tenía un espacio marginal en la penúltima página, y poco a poco ellas comenzaron a llenar esos espacios con algo que anticipa la poesía en verso libre, cuando ésta todavía no existía: el poema en prosa.
Al decir poema en prosa incluyo, además, a la prosa poética, pues ambas formas fueron utilizadas indistintamente. Estas son dos formas distintas, en realidad, aunque a veces se borren las fronteras entre sí: en el poema en prosa, la prosa es ensayística o narrativa y sigue un curso racional, pero el efecto final es poético por su capacidad de revelación de una verdad oculta bajo los velos de la realidad; en la prosa poética hay un énfasis en la belleza expresiva del lenguaje, el cual hechiza el objeto del poema, es decir, lo atrapa en la telaraña de la poetización. Dado que las mujeres solían borrar las fronteras entre ambas formas, o las utilizaban de forma intercambiable, para los propósitos de este artículo consideramos a la prosa poética como un subgénero del poema en prosa.
El poema en prosa les permitió a las primeras feministas hablar de temas personales, morales o sociales, los cuales requerían una presentación más racional y menos sentimental. El poema de forma tradicional todavía ejercía su lugar para expresar los sentimientos y algunas ideas —la crueldad de los hombres es un tema recurrente en la poesía escrita por mujeres hace un siglo—, pero el verso no soportaba muy bien ni el argumento ni la intención moral cuando el propósito era señalar los males sociales.
Esta es la razón por la que el poema en prosa se convirtió en una de las principales estrategias literarias de la mujer para expresarse en las primeras dos décadas del siglo XX. El poema en prosa, como un cajón de sastre que se permitía la estampa, el cuadro narrativo o la reflexión, le permitió a la mujer expresarse más allá de los límites temáticos de la poesía. Es así como la mujer comenzó a expandir el territorio de su libertad: por medio de la sección literaria, el único espacio donde tenía una voz pública.
Esta práctica tiene una implicación histórica: la literatura de corte social y político, sobre todo si busca justicia, es decir, esto que se convirtió en la llamada “literatura comprometida” durante el siglo XX, fue una invención de la mujer.
II
El hombre no necesitaba escribir literatura comprometida hace un siglo porque él tenía voz plena en los foros políticos, académicos y sociales, y hegemonizaba la página de opinión y de noticias en todos los periódicos. Cuando un hombre escribía poesía, en medio del período postmodernista, era para hablar del delicado pie de la mujer, para cantar a los próceres de la patria o para pintar el paisaje, representar las costumbres y dar forma a una expresión más propia (racial/regional).
En esas raras ocasiones cuando un hombre incurría en el poema político, solía hacerlo de dos maneras: por medio de la sátira (anónima, por lo general) o bajo la premisa de que se trataba de una imitación de los clásicos. Ni el poema ni la prosa poética eran vistos como formas literarias coherentes con los temas políticos porque la poesía era entendida como una forma de expresión naturalmente “femenina”, es decir, emocional. Sólo el poeta tenía una licencia social tácita para tener un alma femenina, una dualidad sobre la que José Martí y otros escribieron. Para escribir poesía los hombres debían demostrar que eran hombres en sus poemas, y no es raro el poema que ataca a la mujer o que se burla de ella en las revistas literarias, y con el único fin de hacer del machismo un espectáculo: una exposición social de la masculinidad. Las arengas en contra de la mujer pensante, despectivamente llamadas bachilleras, fueron muy comunes.
No creo que Francisco Gavidia o Rubén Darío hubiesen escrito sus poemas políticos si no hubieran tenido antes un modelo literario que les hubiera demostrado que la denuncia “viril” era posible: Horacio en el caso de Gavidia; Whitman en el caso de Darío.
La primera vez que le reconté este hallazgo a un amigo escritor quedó muy sorprendido y quiso saber cuántas mujeres incursionaron en este tipo de prosa breve hace un siglo. La respuesta que le di me sorprendió a mí también, porque nunca había pensado en esto. Este había sido un hallazgo casual de un fenómeno que me pareció evidente, y yo no andaba tras alguna verdad histórica o tras la demarcación de algún fenómeno sociológico. El hecho es que cualquiera que investigue con atención la literatura en los archivos periodísticos de hace un siglo o más, se topará con este mismo patrón.
Así que repito esa pregunta y ofrezco una vez más mi respuesta: ¿Cuántas mujeres de El Salvador en las primeras tres décadas del siglo XX incursionaron en el poema en prosa? La respuesta: todas. Todas las escritoras mujeres que escribieron entre 1900 y 1930 necesitaron expresarse al menos una vez para hablar de temas sociales y lo hicieron por medio de prosas breves porque la página literaria fue, hasta 1930, el único espacio marginal que tuvieron a su disposición. Fue durante esas tres décadas cuando la mujer también comenzó a tomar los temas polémicos que ya aparecían en la poesía en prosa, y los trasladó paulatinamente a la poesía en verso. Hay, al menos, tres mujeres que empujan esta transición.
En la década de 1880, en la que se agudizaron los conflictos entre liberales y conservadores, Luz Arrué de Miranda se unió a los poetas hombres en escribir versos para honrar la memoria de héroes liberales caídos en las batallas, pero fue también la primera mujer en escribir poemas a su esposo en el exilio, exponiendo la realidad política desde los sentimientos de vacío en el seno del hogar. También fue ella la primera en escribir sobre huérfanos, estableciendo un tema de preocupación social que sería consolidado por Florinda B. González, la cual, a su vez, además de escribir sobre la futilidad de la guerra, escribió poesía a favor de la causa socialista y en solidaridad con los sindicatos en la década de 1920.
Una escritora de San Miguel, Lola Aguirre y Salinas, quien llevó a cabo una campaña internacional contra la pena de muerte de un opositor del dictador Estrada Cabrera en Guatemala, también escribió un poema sobre la crueldad del machismo. Si algún hombre habló de un tema social en esas décadas en la poesía, lo hizo cuando pontificó desde una ficticia posición moral. El imaginario masculino en torno a los temas políticos y sociales en ese entonces era eminentemente bélico: la libertad se escribía con sangre y la paz sólo se mantenía si había un ejército listo para defender la patria. La mayoría de los escritores posmodernistas escribieron este tipo de poesía grandilocuente, llamada “patriótica” por ellos mismos, pero que en realidad promovía una ideología ultraconservadora que se orientaba al fascismo: el corazón del Estado no era la ciudadanía libre sino su ejército, sus guerreros valientes.
Dado que la expresión de la pasión o del reclamo personal, pero honesto, eran mal vistos si venían de una mujer durante el siglo XIX, la mujer también conquistó un espacio nuevo con el texto que trataba su realidad íntima. Lo cierto es que a principios del siglo XX la expresión íntima de una mujer adquirió un peso político inquietante pues constituía, por sí misma, una expresión de protesta contra el silencio al que se la obligaba cada día, y al ser publicada, su poesía se constituía en un reclamo a favor de más espacios de expresión para la mujer.
Cuando el célebre poeta José Santos Chocano visitó El Salvador en la década de 1920 sólo tenía un nombre en su agenda. Quería conocer a una mujer escritora: Alice Lardé. ¿Por qué? Porque ella se había atrevido a expresar sin tapujos sus deseos carnales. Esto nos remite a otro inusual apartado de nuestra historia literaria: la expresión más sensual de la mujer en la poesía tuvo una manifestación temprana desde que en el siglo XIX escritoras como Isaura Lara y Lola Aguirre de Salinas publicaron poemas en clave sobre sus sentimientos de amor hacia otras mujeres. Entre la prostituta morfinómana de Vicente Acosta y la fascinación erótica de José C. Mixco por las jóvenes muertas, un mensaje de amor entre mujeres podía pasar desapercibido.
Aunque ahora nos parezca mentira, puesto que ningún libro lo consigna, varias mujeres en el siglo XIX expresaron alguna vez sus sentimientos de amor hacia otras mujeres en poemas en verso y en prosa. Esto fue posible porque el decadentismo, una etapa transitoria entre la poesía postromántica y la poesía modernista abrió un raro espacio de libertad en la década de 1880, la cual permitió la pintura de cuadros sociales marginales: la violencia, el erotismo, la adicción y lo aberrante tuvieron cabida en ese brevísimo período. En este contexto, la poesía de avanzada escrita por mujeres pasó desapercibida, interpretada, a lo sumo, como mímesis de la poesía masculina. La existencia de una poesía lésbica en el siglo XIX, sin embargo, implica que una realidad íntima y marginal en la sociedad imprimió una huella histórica y política, tan inusual como reveladora.
III
Hacia 1930 la mujer escritora en El Salvador ya había escrito contra el grano en oposición a la guerra debido a que sus sentimientos de empatía estaban con las viudas y los huérfanos. Este es el caso de Florinda B. González, para citar un ejemplo. Sólo un hombre se atrevió a hacer lo mismo cuando al escribir sobre el presidente Menéndez, decidió escribir en contra de la poesía que celebraba la guerra: Alfredo Espino. ¿De quién aprendió Espino a hacer esto? De Florinda B. González, la mujer a la que le dedicó su primer poemario: Sonetos a Flora (1921). Como sabemos, ese poema antiguerra de Espino no fue incluido por su padre en la versión póstuma de Jícaras tristes porque, sin duda, lo avergonzaba.
Antes de que Salarrué escribiera sus Cuentos de barro, esa técnica que saboreaba los modismos en letras cursivas y pinta párrafos de gran fuerza visual para expresar los hechos de violencia en el campo ya había sido inventada por una mujer una década antes: Alice Lardé. Y también ella escribió, antes que nadie, sobre las condiciones miserables en las que vivían los indígenas en El Salvador.
Ahora bien, es cierto que Alice Lardé nunca escribió un libro como Cuentos de barro, pero no por falta de talento. La intencionalidad política en las voces de la mujer la apartaron de la literatura como entretenimiento y la encauzaron hacia causas sociales y feministas urgentes, la cuales requerían difusión inmediata. Así que además de la poesía en verso y en prosa, las mujeres dedicaron mucha de su actividad intelectual a la escritura de artículos de opinión, al intercambio secreto de cartas y actividades de cabildeo político, al ensayo y al panfleto.
Mientras los hombres creaban cuadros pintorescos del paisaje en la poesía y la prosa, las mujeres se enfocaban en los niños pobres y en las mujeres sin futuro, a menudo víctimas de la violencia, tal y como ya lo había hecho Victoria Magaña de Fortín en 1902, cuando ya se hacía llamar en las páginas editoriales “feminista”. Por supuesto, tenía que ocultar su nombre bajo un seudónimo, Olimpia, para evitar persecución o represalias.
Tan arraigado se hizo este fenómeno de la poesía en prosa escrita por mujeres que cuando Claudia Lars escribió su primer libro de poesía a los 16 años, Tristes mirajes (ya perdido), éste estaba escrito en una prosa luminosa y su mayor mérito era su sinceridad, según aquellos hombres que lo comentaron, Juan José Cañas y Salomón de la Selva. Es decir, Claudia Lars enmarcó su primera producción dentro de una tradición ya existente para la literatura escrita por mujeres: el poema en prosa, que fue lo mismo que hicieron sus mejores amigas de adolescencia, las gemelas Van Severen. El ejemplo de las primeras autoras hizo del poema en prosa un espacio seguro para la expresión más personal del pensamiento de la mujer.
Esta es la razón por la cual las primeras mujeres escritoras, feministas o activistas de izquierda del siglo XX —Alice Lardé, Josefina Peñate y Hernández, María Álvarez de Guillén, Emma Posada, Mercedes Maití y Amparo Casamalhuapa, entre otras— recurrieron el poema en prosa para expresar sus ideas políticas o feministas. Y es debido a la popularización que las mujeres le dieron al poema en prosa por la que los primeros tres escritores que incursionaron en una literatura comprometida escribieron poemas en prosa ya en la década de 1930: Francisco Luarca, Miguel Ángel Espino y Alfredo Alvarado Guerra.
Una vez ganado ese espacio, y con las nuevas escritoras ya formadas por esa tradición, después de 1940 ya fue posible expresarlo todo en la poesía, tal y como lo demostró Claudia Lars, la poeta de mayor fuerza y de mayor alcance temático y formal en la historia de la poesía salvadoreña, y cuya labor intelectual, como editora, articulista y promotora literaria define la transición de la literatura de El Salvador hacia la modernidad en el siglo XX. En efecto, el más importante ejemplo del homme de lettres (hombre de letras), como figura intelectual total en la literatura salvadoreña y comprometida con su tiempo hasta la fecha ha sido una mujer: Claudia Lars. Si ella dudaba de los partidos políticos, aun cuando simpatizara con la izquierda, es porque no creía que liberarían a la mujer de la violenta opresión del hombre, tal y como lo expresó en su poema “Juan Silvestre”.
IV
Hacia 1930 la mujer ya había establecido una tradición de protesta por medio de la literatura: sobre todo, y por supuesto, para denunciar la crueldad del hombre, un tipo de crueldad hacia la mujer que la sociedad había instituido como un sistema normativo tácito.
Cuando Josefina Peñate y Hernández falleció en 1936, ya había escrito sobre la prostitución, la violación, el incesto y el aborto, y en cada caso para liberar a la mujer de la culpa que la sociedad le atribuía, y para juzgar a los hombres con la severidad que, sin duda, se merecían por estos actos.
Si toda esta literatura tiene calidad literaria o no, que es el reclamo realizado típicamente en contra de las primeras mujeres escritoras de El Salvador, es una pregunta al margen del hecho histórico de su existencia, porque en efecto, esta literatura se escribió porque las mujeres sintieron la necesidad urgente de escribir así. Y esto, por sí solo, es un argumento importante para ganarle un espacio en la historia.
Pero ante este reclamo esgrimido tan a menudo en contra de la mujer como escritora en el cambio de siglos, habría que considerar lo siguiente: si una noción indeterminada de calidad literaria es el factor más importante para escribir sobre un autor cualquiera, ¿entonces por qué se ha escrito tanto sobre los innumerables escritores hombres de El Salvador, que en su mayoría son tan mediocres?
La antología de poesía Guirnalda salvadoreña nos ofrece una interesante ventana a la poesía que se escribió en El Salvador en el siglo XIX y el Índice antológico de la poesía salvadoreña, publicado en 1980 hace otro tanto por la poesía del siglo XX, pero ambas antologías son abrumadas por el peso de la mediocridad literaria de la mayoría de los poetas hombres salvadoreños, en cuyas obras se hace evidente la falta de originalidad y el uso de lugares comunes en el lenguaje y en los temas. En esas dos antologías casi nadie nos ofrece una obra relevante o memorable. Y si algunos nombres nos evocan respeto, esto es porque tenemos una idea clara de lo que representan para la historia literaria, y no porque una muestra antológica de sus poemas nos cause una impresión particularmente positiva. Los verdaderos destellos de calidad se pueden contar con los dedos de las manos.
Toda la producción literaria escrita por mujeres en esos años desde el cambio del siglo hasta la década posterior a la primera guerra mundial fue, colectivamente, una literatura de protesta porque cada página que ellas publicaron lo hicieron pese al escarnio que recibían por su audacia al desafiar las expectativas sociales. Entiéndase que la expectativa social hacia la mujer era una sola en el ámbito de las ideas: el silencio.
Es esta intencionalidad, precisamente, la que explica por qué muchas de las primeras mujeres no escribían una literatura innovadora o en tándem con la tendencia literaria del momento, que es a lo que realmente se refieren los historiadores: la mujer escritora no corría a la par de los hombres escritores. De hecho, claramente estaba tomando una ruta muy distinta.
Es verdad que la mujer aparece en la literatura con algún desface histórico en las décadas que precedieron y sucedieron el cambio del siglo XIX al XX. Es decir, cuando la tendencia era el modernismo, muchas de las mujeres escribían todavía con un estilo romanticista, y escribían con un estilo posmodernista, cuando los mejores autores hombres ya incursionaban en el regionalismo. Pero este tipo de desface fue la norma para todos los hombres escritores después de la independencia, cuando escribían a la manera neoclásica cuando en el mundo entero ya reinaba el romanticismo. Así que lo que la historia demanda de nosotros es entender por qué. ¿Por qué las primeras mujeres escritoras no buscaron la innovación literaria?
A mí se me antojan dos razones.
La primera es material y nos revela el contexto para las mujeres y sus libros. Antes de 1950 no sólo no existía una editorial del Estado con la misión de publicar literatura nacional, tampoco existían editoriales literarias en lo absoluto. Lo que había, y muchas, eran imprentas. Y dado que la mayoría de los escritores salvadoreños eran pobres porque vivían del profesorado, de empleos burocráticos o del periodismo, cuando no eran unos arrastrados, alcohólicos y dependientes de sus pobres madres o de la caridad (y es facilísimo determinar cuál es la casilla de esta lista que hay que chequear para cada escritor de El Salvador hasta nuestros días), el único sistema que favorecía la publicación de literatura era el sistema de mecenazgo.
¿Qué era el mecenazgo? Me apresuro a revelar que esta hipótesis no es mía, sino que me la compartió Carmen de Lindo, la viuda del escritor Hugo Lindo cuando la entrevisté para La Prensa Gráfica en el 2003. El mecenazgo estaba conformado por los miembros de las distintas argollas de poder en El Salvador que estaban dispuestos a pagar la publicación de libros de literatura.
Comerciantes, empresarios, hacendados y políticos financiaban la publicación de libros escritos por hombres en El Salvador desde el siglo XIX y hasta 1960, aproximadamente, poetas como Francisco Gavidia y hasta Oswaldo Escobar Velado se beneficiaron de este sistema. Esta es la razón, por cierto, por la que cada vez que un hombre hablaba de literatura en esos tiempos, la ensalzaba hasta los cielos como la más sublime expresión del espíritu, porque este era el principal argumento para que un ricachón soltara los pesos necesarios para la publicación de un libro de sonetos escritos por un dipsómano políticamente irrelevante o las elegías de un poeta contrito que acababa de regresar del exilio.
En cada caso, en esos tiempos, publicar era humillarse ante el poder, pero a este tipo particular de humillación, con las rodillas del alma sobre las losas desnudas del Palacio Nacional o en los pisos de tierra pateada de una hacienda de café, sólo tenían acceso los hombres.
Ninguna mujer se benefició del mecenazgo hasta que aparecieron mujeres que podían financiar sus propios libros (Lardé, Loucel, Álvarez de Guillén) o aparecieron las mujeres con el poder y el acceso a los medios de producción impresa que podían financiar los libros escritos por mujeres escritoras (la señoras Dutriz y Altamirano, y Josefina Rivas de Cabezas, que protegió y financió el lanzamiento de todas las primeras feministas de El Salvador a través de la Tipografía Comercial de Santa Ana, y a quien le debemos una estatua de 40 metros de altura como mínimo).
Ninguna de estas mujeres se arrodilló jamás, porque ni siquiera entendían que esto era lo que se requería, a puertas cerradas, de los hombres. En colecciones privadas, porque en las bibliotecas estos libros no existen, hay ediciones preciosas escritas por escritores para celebrar la bondad de sus mecenas. La primera vez que me topé con unos de esos libritos hermosos, pero infames, no tuve el corazón de anotar nombres, y los regresé en silencio a los estantes, en ese mundo secreto de las colecciones privadas de tesoros bibliográficos, pulcramente conservados en las bibliotecas de unas cuantas familias. Los escritores que querían mantener su dignidad en las décadas de los treinta y cuarenta (Salarrué y Miguel Ángel Espino, por ejemplo, cuyas ediciones fueron financiadas en Chile por una mujer, Alice Lardé, según atestiguan cartas que he tenido a los ojos) tuvieron que buscar editoriales fuera de El Salvador para publicar sus primeros libros.
La larga etapa del mecenazgo en la literatura finalizó en 1950 cuando Hugo Lindo fomentó la creación de la Dirección Nacional de Publicaciones e Impresos, y puso a un editor brillante a cargo de la institución: Ricardo Trigueros de León, quien se convirtió en la figura consular de los escritores cuando el poder pretendía abusar de ellos o humillarlos.
La segunda razón por la que la mujer no seguía las tendencias literarias ni a las vanguardias, era porque su intención no era romper con el pasado literario, sino con el pasado histórico que la marginaba. Lo que más le importaba a la mujer al escribir era el poder de comunicación que la palabra le otorgaba, y esto sólo podía lograrlo eligiendo lenguajes y formas de expresión ya conocidas y aceptadas socialmente. Toda la literatura escrita por mujeres antes de 1930 está dominada por una intencionalidad política y una voluntad de cambio social que no aparece en la literatura escrita por hombres sino hasta la década de 1930, cuando la dictadura del General Martínez humilló, uno por uno, a cada escritor e intelectual de El Salvador: cerrando espacios, censurando, persiguiendo, exiliando y sembrando el miedo de manera sistemática mientras el hombre en el poder imponía un régimen paternalista y grotesco regido por el lenguaje del miedo, la superstición y la estupidez.
Por otro lado, esta impresión de que la mujer no encajaba estéticamente en el momento histórico, podría ser una falacia. En la década de 1880 sólo había dos escritores verdaderamente modernistas en El Salvador: Vicente Acosta y Arturo Ambrogi, un poeta y un cronista. Dos entre dos centenares de hombres escritores que continuaban escribiendo poesía y prosa de corte romántico. Pero no habían más de diez mujeres escribiendo literatura, y entre ellas había dos auténticas modernistas: Rafaela Contreras e Isaura Lara, la primera una cuentista, y la segunda una poeta y cuentista. Es decir, de entre todos los hombres, sólo un uno por ciento fueron auténticos modernistas. De entre todas las mujeres escritoras, el 20 por ciento fueron parte de la vanguardia, y no sólo eso. A finales del siglo XIX, Isaura Lara fue una poeta verdaderamente innovadora, no sólo en relación con otras mujeres, sino en comparación con el resto de los escritores hombres, y Rafaela Contreras fue la mejor cuentista de toda la región, entre hombres y mujeres inclusive, y sin duda fue la cuentista más importante en la historia de El Salvador antes de Salarrué.
V
Pocos recuerdan de que en su juventud Claudia Lars pasó varias etapas de destierro. Estos viajes fueron, en realidad, exilios preventivos incitados por su padre o su familia para evitar que ella se implicara en la política. La última vez que Patrick Brannon empacó sus maletas con ese propósito fue en 1930 cuando él, personalmente, la llevó a Costa Rica. Sucesos posteriores demuestran que la autora de los Romances de Norte y Sur fue una mujer sin miedo.
Cuando Amparo Casamalhuapa se pronuncia en contra del general Martínez el 29 de agosto de 1939, la primera persona en salir en su defensa en un medio impreso fue Claudia Lars. Y cuando José Wright, un joven de 17 años, es asesinado durante una marcha de protesta por el ejército del general Martínez, fue Claudia Lars la que escribió un romance en su memoria. El poema se publicó y acompañó el despertar de una oleada de indignación que, efectivamente, acabó con el régimen del dictador. No sabríamos de esta vinculación entre poesía y activismo político, sin embargo, de no ser porque cuando este poema se difundió, Claudia Lars se convirtió en un objeto de agresiones y de burla en los medios de prensa de entonces, incluyendo una columna feroz escrita por Alberto Guerra Trigueros que la atacó por el atrevimiento de mezclar poesía y política.
Es decir, cualquier postura de rebelión por parte de la mujer resultaba, de inmediato, en cierres de espacios para ella. Esta es la razón por la que siempre había mujeres entre las primeras exiliadas políticas en cada generación: no porque eran censuradas por las autoridades, lo cual podía ocurrir, sino porque solían ser prematuramente purgadas de los movimientos políticos y sociales en los que militaban. Esto ocurrió una y otra vez desde el siglo XIX, cuando María Arias, la hermana de la poeta Ana Dolores Arias, fue exiliada por defender con sus escritos la causa liberal, y hasta la década de 1950, cuando Liliam Jiménez se encontró marginada del partido comunista salvadoreño por abrazar, además, el pensamiento feminista.
Lo que todo esto significa es que, en El Salvador, fue la mujer, como escritora e intelectual, la que inventó eso que ahora llamamos “literatura comprometida”, sobre todo cuando esto implica la asunción de una causa justa en la literatura, y cuando es fruto de la militancia del intelectual (una mujer en todos estos casos tempranos). Y no me equivoco al usar la palabra “invención”, porque en todos los ejemplos que he compartido, la literatura comprometida se dio porque había una estrategia intelectual deliberada para abrirle campo al pensamiento de la mujer en la sociedad. Esa, precisamente, es el tipo de acción política que la literatura puede ejercer dentro o fuera de la militancia porque es la fragua de la identidad del ciudadano: la lucha por darle voz al marginado y ganarle un espacio representativo en la sociedad.
Cuando el canon se construyó en la década de 1950 por los hombres de la Academia de la Historia y por los investigadores Juan Felipe Toruño y Guillermo Gallegos Valdés, la noción de un movimiento feminista en las letras no tuvo cabida alguna, y su relevancia histórica fue ignorada a favor de la visión que se quería de la mujer después de la segunda guerra mundial, tras el retorno a casa de los soldados en Norteamérica y Europa, y que dominó la propaganda mundial: un mundo ideal con el hombre como proveedor de la familia, y la mujer al centro del hogar y las tareas domésticas, con preocupaciones puramente femeninas.
Sin duda, la escritora “femenina” existe en el canon de la literatura nacional, pero no existe la historia de la contribución de la mujer al desarrollo del pensamiento y la literatura de El Salvador.
Tradicionalmente, los historiadores de la literatura se erigen como los intérpretes de una tradición, incluso como sus constructores si además presumen de definir el canon. Los hombres intelectuales de la década de 1950 no podían admitir la idea de una literatura feminista que todavía ponía en entredicho a la tradición, tanto como es inadmisible para el intelectual conservador de hoy en día admitirse la existencia de una literatura que busca validar su identidad marginal o su identidad cuir (queer).
VI
La aparición en 1960 de una literatura comprometida y su desarrollo posterior, en la que cabía la resistencia y la denuncia, surge porque la censura tradicional se transforma en la persecución sistemática del comunismo, por fuerzas coordinadas de contrainsurgencia, una tendencia que tuvo sus inicios en la década de 1940, con la presencia del FBI en Centroamérica (luego, la CIA). Una de las primeras víctimas de esta persecución sistemática fue una mujer, la poeta, cuentista y activista comunista Pilar Bolaños de Carballo. El abuso del poder, sin embargo, llevó a entender toda oposición al gobierno, incluyendo los cuestionamientos de orden religioso, como comunismo.
En El Salvador un grupo inspirado por Sartre acuñó el término “generación comprometida” en los años cincuenta para designar a un movimiento integrado, en sus inicios, por Waldo Chávez Velasco, Irma Lanzas e Ítalo López Vallecillos. Debido al triunfo de la revolución cubana, el término se asumió como la única vía del escritor en El Salvador y por este motivo se designó “generación comprometida” a la generación de escritores que se impone en la década de 1960. Nada malo con eso si consideramos nuestra historia, pero esta noción nos niega una mejor comprensión de la historicidad de la literatura salvadoreña a partir de 1950, cuyos autores no dudaron en asumir sus responsabilidades ante el momento histórico al mismo tiempo que renovaban sus posibilidades estéticas. Nuestra concepción de un momento importante de transición en la historia literaria no se puede restringir a una generación ni puede ser limitado por la noción de una poesía militante.
En realidad, una literatura comprometida, es decir, aquella que ofrece un testimonio o una denuncia, la que revela una verdad política ante la propaganda falaz del estado o la que llanamente busca irrumpir y escandalizar para romper con el sopor social, sólo parece surgir cuando es absolutamente necesaria. Un riesgo del poeta político es el de caer en la pedagogía política, rara vez eficaz (el mayor y mejor ejemplo continúa siendo Brecht), o en el evangelismo político, notablemente incapaz de hacer mella. Otro riesgo es el de quemarse, pues la concentración y la intencionalidad de una poesía política requiere una intensidad emocional desgastante.
El compromiso puede definir una manera de enfrentar el mundo, pero no puede definir la identidad de los miembros de una generación, porque sin una identidad propia —en cuanto a su clase social, su género o su raza— el ser político no existe, y la poesía es uno de los medios más expansivos y profundos para crear una identidad propia. De esta manera remarco que también hay una diversidad de identidades en cada generación, y elevar la literatura comprometida, tal y como la practicó un solo grupo de hombres y en un lugar y tiempo muy restringido, silencia a los grupos previamente marginados. Esta es la razón por la que no hay mujeres entre los grupos de escritores “comprometidos” en los años sesenta, y es la misma razón por la que al hablar de los sucesos de 1932, la historia silenció las voces de los escritores indígenas de entonces, como Francisco Luarca y Alfredo Alvarado Guerra.
El tipo de literatura que impulsaron Álvaro Menén Desleal, Roque Dalton y Ricardo Lindo ya está claramente vinculada a los movimientos internacionales y es indudablemente postmodernista, de allí que dos de los mejores libros de los setenta sean una novela-collage, Las historias prohibidas del Pulgarcito de Dalton y un formidable libro de cuentos dominados por un extraordinario eclecticismo estético, XXX, de Lindo. De la misma manera, no debería sorprendernos en la poesía la aparición de las obras de estilo neobarroco de dos poetas postmodernos: Alfonso Kijadurías y Rolando Costa, autores de Los estados naturales y Helechos, respectivamente. Marginar a los más influyentes escritores de una generación porque no encajan dentro de un ideario político específico (el compromiso derivado de la militancia directa), no sólo es un absurdo, también representa un intento de negar la historia misma de la literatura.
Que haya sido un grupo de hombres los que se atribuyeran la invención de la literatura comprometida a partir de 1960, cuando estos mismos hombres tenían como maestra de historia a Ana Rosa Ochoa, la última secretaria de Alberto Masferrer, quien había guiado al movimiento feminista a través de la dictadura de Martínez y de otros militares hasta lograr la ciudadanía plena de la mujer y su derecho al sufragio en 1950, no deja de ser una ironía. Sobre todo si consideramos que todos estos escritores eran pobres y que ella tenía que prestarles o financiarles los libros de su librería, a la que con tanta sagacidad y premonición ella llamó Claridad.
Claridad, en efecto, porque esto era lo que ella, como mujer, creía que la literatura debía darnos a todos.
JORGE ÁVALOS (1964). Escritor y fotógrafo salvadoreño, editor de la revista La Zebra. Como cuentista ha ganado los dos premios centroamericanos de literatura: el Rogelio Sinán de Panamá, por La ciudad del deseo (2004), y el Monteforte Toledo de Guatemala, por El secreto del ángel (2012). En 2009 recibió el Premio Ovación de Teatro por su obra La balada de Jimmy Rosa. En 2015 estrenó La canción de nuestros días, por la que Teatro Zebra recibió el Premio Ovación 2014. Su obra narrativa aparece en varias antologías de cuento, incluyendo: Puertos abiertos, editada por Sergio Ramírez (Fondo de Cultura Económica, México, 2012); y Universos Breves, editada por Francisca Noguerol (Instituto Cervantes y Editorial Cobogó, Brasil, 2023). En El Salvador ha ganado cinco premios nacionales de literatura en el sistema de Juegos Florales, en las ramas de cuento, ensayo y teatro.


